jueves, diciembre 2

Un célebre desconocido

Mark Twain es el escritor estadounidense más conocido. En vida, fue doblemente celebrado como conferencista y autor. Su vida y obra inspiraron docenas de obras dramáticas, películas, especiales de televisión, funciones de títeres, y al menos un musical de Broadway. Y a pesar de ello, ningún escritor estadounidense es más elusivo. Cada vez que creemos conocerlo, leemos algo nuevo que modifica nuestro punto de vista. ¿Fue realmente el mismo hombre quien escribió “Aventuras de Huckleberry Finn” y “Recuerdos personales de Juana de Arco”? ¿El autor de “Las aventuras de Tom Sawyer”, uno de los libros más alegres de la literatura estadounidense, también concibió “El forastero misterioso”, uno de los más oscuros?

Ahora empezamos a volver a familiarizarnos con él. En noviembre, el Departamento Editorial de la Universidad de California publicó el primero de tres volúmenes de la autobiografía de Twain. Esta edición es muy distinta de las anteriores, publicadas y ensambladas de apuro por editores y albaceas testamentarios del autor cuando murió. Por primera vez, es la autobiografía que él quería: un conjunto de recuerdos desorganizados, casi un monólogo interior. Pero que nadie crea que esto resuelve su problema de identidad. Twain sigue siendo un misterio, un acertijo envuelto en un enigma.

Este creador fue extraordinario por varias razones: un estilista de la prosa que se hizo a sí mismo, un hombre de negocios increíblemente fallido y uno de los pocos autores de su tiempo que estuvieron dispuestos a abordar directamente los males de la esclavitud y el racismo. Pero lo más extraordinario de él es que todavía es gracioso. ¿Cuántos de nosotros podemos nombrar a algún autor de comedia o humorista que lleve más de 100 años en la tumba? El material de la mayoría de los cómicos muere antes que ellos, pero la gracia de Twain permanece fresca. En 1866, para su presentación en una conferencia en San Francisco, pidió que los volantes dijeran: “Las puertas abren a las 7:30. El problema comenzará a las 8”. Ya fuera una amenaza o una promesa, cumplió con esta afirmación durante toda su vida. Y sigue haciéndolo.

Twain podía ser gracioso y profundo a la vez. Todavía se recuerdan sus frases: “El hombre es el único animal que se ruboriza. O que tiene que hacerlo”. “Nada se hace en vano. Pero las moscas vuelan a su alrededor”. “Patriota: la persona que puede gritar más fuerte sin saber qué está gritando”.

Su ficción cómica dependía menos de las bromas que de las situaciones y de los personajes, y tampoco tiene vencimiento. No fue lo que dijo o escribió, sino cómo lo hizo. Podía mostrarse inexpresivo en la página, en una serie de frases en las que parece ir en línea recta; y luego, con un perfecto sentido de la oportunidad, dar un giro cerrado e invertir el sentido del pasaje por completo. En “Viaje alrededor del mundo, siguiendo el Ecuador”, su alegato contra el colonialismo disfrazado de alegre libro de viajes, escribe sobre su expectativa de ver la Cruz del Sur. “Supuse que necesitaría un cielo completo para ella sola. Pero (...) no es muy grande. Tiene un nombre ingenioso, ya que parece una cruz como podría haber parecido cualquier otra cosa”.

El mismo Twain podría parecer muchas cosas: un campesino ingenioso, nuestro viejo y malhumorado tío favorito, el sublime poeta del Misisipi. Pero es su sentido del humor, más que cualquier otra cosa, lo que hace que lo sintamos como un amigo, un contemporáneo, alguien a quien nos gustaría conocer. El humor es un famoso recurso para nivelar: no se puede ser gracioso y humillar a las personas. Así que cuando leemos cualquiera de sus dos obras maestras, “Huck Finn” y “La vida en el Misisipi”, siempre tenemos la sensación de estar en la misma habitación y en igualdad de condiciones que el autor. Y cuando se deja ir, estamos con él en el río. Esta sensación puede ser tan abrumadora que resulta sorprendente mirar fuera de la página y hallarnos solos. Ernest Hemingway afirmó que “toda la literatura estadounidense proviene de un libro de Mark Twain llamado ‘Huckleberry Finn’”. Sería más preciso decir que todo el humor de EE. UU. proviene de Twain.

La gracia de Twain coexistía con muchos otros impulsos. Al igual que la luminosidad de sus libros, que siempre abre el paso a la oscuridad —o que apenas la oculta—, su humor lo abandonaba de vez en cuando, especialmente mientras envejecía, y en su lugar hay una profunda tristeza y acumulación de ira. Las calamidades que nublaron el último cuarto de siglo de su vida —la quiebra, las muertes de dos hijas y su esposa— oscurecieron su visión, pero no calmaron su pluma. Para Twain, la escritura era una segunda naturaleza —su manera de hacer frente al mundo—. Sus novelas, libros de viajes, historias, ensayos y cartas no sólo llenan varios volúmenes, sino varios estantes. Asombrosamente, sigue saliendo a la luz nuevo material. En los últimos 50 años, surgieron más de 5.000 cartas. De acuerdo con el personal del Proyecto Mark Twain de la Universidad de California en Berkeley, cada semana aparecen en promedio dos cartas. El año pasado se publicó “Who Is Mark Twain?” (“¿Quién es Mark Twain?”), un volumen de 24 de sus obras inéditas.

Twain comenzó a llevar cuadernos de notas desde que era adolescente. El primero era un diario del Misisipi en el que él, como aprendiz de piloto de barco de vapor, registró cada curva, banco de arena, granja, casa para perro y baño exterior a lo largo de la orilla del río, cualquier cosa que pudiera orientarlo mientras pilotaba. Esta bitácora no registraba nada más que datos, pero el hábito del registro se arraigó en él. En las pequeñas libretas encuadernadas en cuero que llevó durante toda su vida, registraba los diálogos que oía por casualidad, ideas para historias, condiciones climáticas, cualquier cosa que cautivara su imaginación. Las palabras eran una compulsión para él, pero no cualesquiera. “La diferencia entre la palabra casi correcta y la palabra correcta —escribió— es como la diferencia entre la luciérnaga y el relámpago”.

Finalmente se detuvo, cuatro meses antes de su propia muerte, cuando su hija Jean murió después de un ataque epiléptico en la Nochebuena de 1909. Durante tres días, incluida la Navidad, escribió sobre la muerte de Jean, tratando de procesar el evento, y si Estados Unidos tiene un Shakespeare que haya sido su propio Lear, la prueba se puede hallar en esas páginas.

“Perdí a Susy hace trece años; perdí a su madre —¡su incomparable madre!— hace cinco años y medio; Clara se ha ido a vivir a Europa; y ahora he perdido a Jean. ¡Qué pobre soy ahora, después de haber sido tan rico!... Jean yace allá, yo me siento aquí; somos desconocidos bajo nuestro propio techo; nos despedimos anoche, besándonos las manos —y fue para siempre, sin que lo sospecháramos—. Ella yace allí, y yo me siento aquí —escribiendo, manteniéndome ocupado, para evitar que mi corazón se destroce—. ¡El deslumbrante sol inunda las colinas por doquier! Es como una parodia.

“Hace setenta y cuatro años, hace veinticuatro días. Setenta y cuatro años ayer. ¿Quién puede calcular mi edad hoy?”.

Dijo que eso era lo último que escribiría y que así terminaría la autobiografía que había dictado durante varios años. Como casi todo lo que produjo, trasciende la forma: es en parte una despedida, en parte un elogio, y un grito rabioso contra un cielo indiferente. Es el testamento de un hombre que renuncia a la vida.

Twain no pretendía impresionar a nadie con ese ensayo. Pero vale la pena observar que, al enfrentar un suceso que habría paralizado a la mayoría de las personas, su primera reacción fue buscar su pluma para intentar abrirse paso a través de él mediante la escritura.


Fuente: revista Newsweek, Argentina

miércoles, diciembre 1

Determinismo

Si toda política necesita una economía, la economía determina una política; eso es lo que está pasando [con la globalización].

“José Saramago: ‘La globalización es el nuevo totalitarismo”, Época, Madrid, 21 de enero de 2001.
José Saramago en sus palabras