Por Marcelo J. García y Luis López *
La comunicación se piensa más veces que menos como un problema de instrumentos e intermediaciones. Modelos que postulan la existencia de esquemas lineales, con emisores, mensajes y receptores, con canales neutros. La comunicación apenas como un insumo para los procesos de construcción de consenso y hegemonía.
Esta lectura, sin embargo, no alcanza para pensar un sistema de comunicación para un proyecto de desarrollo. La comunicación instrumental es marketing, sea político o social, y como marketing desprecia cualquier intento de construir, políticamente, un destino común.
Pensar una comunicación para el desarrollo no puede escindirse de dos cuestiones que han sido centrales desde que el mundo es “moderno”. La primera es el poder. La segunda es la construcción colectiva de lo público. En nuestras sociedades hipermediatizadas, en las que la percepción de lo comunicado predomina por sobre la percepción directa del mundo, la construcción de poder se relaciona directamente con la construcción mediatizada del espacio público.
Lo público moderno se ha manifestado a través de dos vertientes: el espacio físico y el espacio virtual. El primero delimitó a los Estados, el segundo consolidó sus identidades. Es lo que Benedict Anderson llama la “comunidad imaginada”, hoy conocida como comunidad virtual. La virtualidad de esta comunidad no está dada por el soporte de mediatización de la interacción (desde la prensa a Internet), sino por la creencia común de pertenencia a un mismo espacio. En el siglo XVIII, esa virtualidad se construía a través de la prensa escrita. Hoy, la versatilidad tecnológica hace que lo virtual se manifieste de múltiples maneras y que cobre un peso que opaca a lo material. El medio, para jugar con McLuhan, no es ya el mensaje, sino el territorio.
Con la metamorfosis de los actores mediáticos de políticos a empresarios (de Marat a Magnetto, de Moreno a Murdoch), se produce una privatización efectiva del espacio público, a caballo de la mitología de la prensa (institución) y el periodismo (profesión) como guardianes de la democracia. Esa mitología es la que hoy entra en cuestión. El próximo Superman no será un movilero.
Pensar la comunicación en nuestras sociedades remite, en lo estructural, a las condiciones ideales de un espacio en el que se pueda lograr acuerdos acerca de un modelo de desarrollo. En lo estructural, se trata de la recuperación del espacio público para el público. Lo público como un espacio común al cual es posible acceder por el simple hecho de ser ciudadano, donde los actores pueden comunicarse, mirarse, interactuar. Existen al menos dos lugares desde donde lo público-mediático se construye. El primero es la regulación del espectro radiofónico por parte de su propietario: el Estado, como representante de la ciudadanía. La libertad de expresión –o su pariente mayor, el derecho a la comunicación–- no requiere un Estado que proteja libertades negativas sino que, en resguardo de un derecho social tanto individual como colectivo, intervenga en la creación de las condiciones de existencia de los medios materiales para que la expresión sea posible en los niveles de escala de un momento histórico determinado.
El segundo lugar desde donde se construye lo público-mediático es en el manejo de los medios públicos, el patrón-oro para todo el sistema mediático. Los medios del Estado tienen la virtud y la ventaja de no tener que representar más que al Estado-Nación como proyecto histórico-político. Tal condición los obliga a generar los marcos de pluralidad más amplios que puedan existir.
En la coyuntura, el debate argentino en torno de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en octubre de 2009 será posiblemente una referencia aquí y en otras partes del mundo en relación con el rechazo a un modelo de comunicación que defiende intereses privados más que públicos. La discusión, sin embargo, se debe una segunda parte (rica pero más compleja): cómo será el patrón de re-regulación del espectro de voces, cuáles los criterios de mediano y largo plazo, cuál el horizonte y el rumbo de la acción estatal, cómo se definirá el Estado en su rol comunicacional y desde dónde y cómo aportará la comunicación a un proyecto de desarrollo inclusivo y equitativo. Nada de esto será posible mientras la guerra (mediática en este caso) nuble los ojos. Pero si la guerra se gana, habrá que tener un plan para la paz.
* Los autores son coordinadores del Departamento de Comunicación de la Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires (SID-Baires).
Fuente: Página 12
Decía Walter Benjamín que un libro de citas de otros, sería un libro perfecto, ya que estas enriquecen lo nuestro y convierten nuestra obra en una “obra colectiva”. Lejos de la perfección se encuentra esta iniciativa, pero si vale como lugar donde compartir distintos textos, con el sentido de entender este día a día que nos toca en el mundo. La intención no será cambiarlo, sólo la de tratar de entenderlo.
viernes, julio 9
jueves, julio 8
Teoría sobre el pecado original
Según el heresiarca Pórpulus (?–473), quien por defender esa teoría fue condenado a la condición de personaje apócrifo, el pecado original consistió en la incorporación de la espiritualidad a la sexualidad (de ahí el súbito pudor de Adán y Eva por la desnudez), con lo que el amor humano se independizó de la mera procreación y le disputó su sitio al amor divino. Dios se puso celoso.
Por Marco Denevi, de Falsificaciones
Por Marco Denevi, de Falsificaciones
lunes, julio 5
Una paliza conceptual mayor que el resultado
No es poca cosa para un argentino quedarse fuera de la fiesta mayor del fútbol, pero hay que rendirse a las evidencias. Más allá de los números que arrojaron las cifras finales, la principal causa de la eliminación de la Argentina del Mundial fue la diferente lectura que hicieron los alemanes del trámite, manifestadas en lo individual y en lo colectivo.
No estoy seguro de que haya muchas crónicas más tristes para escribir que la de una eliminación en un Mundial de fútbol.
Las imágenes que, hasta ayer, habían sido las de ingleses, franceses, italianos o mexicanos llorando por la derrota de su seleccionado, hoy son las nuestras. Debe haber decenas de argumentos para justificar por qué cala tan hondo en nuestro corazón de hinchas una eliminación mundial. Yo no encuentro ninguna que me convenza más que la de la fiesta que, a partir de hoy, no sólo deja de ser propia sino que, durante una semana, seguirá siendo de otros. Porque un Mundial, para quienes venimos de la tierra del fútbol/barra brava, es la paradoja de la celebración posible, la reencarnación del fútbol que algunos llegamos a vivir; ese en el que dos camisetas pueden convivir en la misma tribuna, en la que el hincha neutral tiene derecho a festejar los goles del rival sin que por semejante afrenta se tire rodando por las escaleras. Una ceremonia en la que aquellos mismos mercenarios de la pelota que mandamos desde casa no sólo terminaron pasando casi inadvertidos y estuvieron lejos de simbolizar el auténtico aguante celeste y blanco, que realmente representaron decenas de miles de compatriotas hinchas de ley, sino que hasta los escuálidos bombos de los que sobrevivieron a las deportaciones fueron una mueca absurda de su propia presunción tribunera.
Llegamos hasta Ciudad del Cabo con una ilusión enorme. Porque lo que no habían generado Messi y Di María lo harían, como contra México, Tevez e Higuaín. Porque a falta de un auténtico lateral por la derecha empezábamos a descubrir la versatilidad y la personalidad de Otamendi. Porque Romero tenía semiclausurado el arco. Y porque, al fin y al cabo, lo que no solucionáramos con talento, convicción o contundencia, lo resolveríamos con esa relación sobrenatural que Maradona tiene con el fútbol. Y, de última, apelaríamos a San Palermo.
Por mucho respeto que se pudiera tener por los alemanes, no había motivo para sospechar semejante desenlace. Y ese desenlace fue lo suficientemente duro y elocuente como para dejarnos tristes y, lo que es peor, sin siquiera ganas de enojarnos.
Sospecho que muchos de ustedes esperarán ver reflejados sus reclamos en estas líneas. Algunos recordarán asuntos prehistóricos como las no convocatorias de Zanetti y de Cambiasso. Otros hablaran de un final de Mundial con Verón y Samuel en el banco. Muchos dirán que, ante Alemania, fue imprudente sostener el esquema ofensivo y que, si bien estaba bien mantener a los tres de punta, un Jonás por Di María hubiese aportado más “equilibrio”. Y entrecomillo la palabra equilibrio porque considero un engaño consumado que, detrás del concepto de equilibrio, nos escondan la intención de desequilibrar hacia atrás.
No esperen sangre escrita desde esta columna. Podría escudarme diciendo que estoy triste para ello. Mentira. Hace un tiempo descubrí uno más de mis matices esquizofrénicos y les confieso que me pongo rápidamente en zona crítica después de vivir un partido como hincha. No esperen sangre, simplemente porque no puedo considerar un pecado capital aquello que hasta diez horas antes de escribir estas líneas me parecían decisiones acertadas de un Maradona que había decidido mutar hacia un esquema que no sólo me gusta, sino que considero acorde con el potencial actual de nuestro fútbol. Un fútbol que tiene hoy los más goles metidos en las principales ligas europeas. Es decir, hay muchos mejores delanteros que defensores.
Por otro lado, los cuestionamientos a las decisiones de Diego –y a ciertas actitudes y a sus insultos– son parte de crónicas que cualquiera puede encontrar en el archivo reciente. Supongo que serán días de pases de factura, de declaraciones extemporáneas, de historias secretas de concentración que algunos tratarán de hacernos creer, de sacarse las ganas con ese Dios de las antinomias llamado Diego Maradona. No cuenten conmigo para esto. Todavía tengo mucho Schweinsteiger que digerir como para intentarlo.
Existe en muchos países de pasión futbolera el preconcepto de que los alemanes son, ante todo, rápidos, fuertes y disciplinados. Como contrapartida, que son esquemáticos, poco imaginativos y que se desacomodan fácil ante un caño, un taco o una gambeta. Más allá de que son todas verdades relativas, un detalle rara vez destacado como corresponde del fútbol alemán es que maneja muy, pero muy bien, el abc de las destrezas básicas de este juego. Es muy raro ver a un jugador de este seleccionado con limitaciones que sí podemos advertir en algunos de los nuestros. Desde el geniecillo de Özil hasta la jirafa de Mertesacker, todos manejan una técnica impecable. Patean con derecha y con izquierda, saltan y corren, cabecean y hacen relevos. Y, para condena de nuestro seleccionado, hacen la mejor transición defensa/ataque de este Mundial.
Este seleccionado alemán es un gran beneficiario del prejuicio y de la subestimación que buena parte del mundo de este deporte hace de sus jugadores. Es probable que haya pesado como pocas veces un gol tan pronto. Por la confianza que dio a los de Löw y porque la Argentina no había estado en esa situación en ningún momento del torneo. Sin embargo, en los 20 minutos posteriores, Alemania pudo ampliar la ventaja un par de veces. Y, de no haber mediado un comprensible respeto hacia el talento y la inspiración de nuestros atacantes, el partido pudo haberse liquidado mucho antes de los 20 de la segunda etapa.
Repasando, Alemania estuvo más cerca de solucionar sus problemas temprano que la Argentina de empatar. Fue el espejismo de ese rato del segundo período en el que los alemanes, seguros de demostrar lo bien que podían atacar, dejaron en claro que también eran mejores defendiendo.
El partido terminó siendo una paliza estadística mucho más tarde de haber sido ya una paliza conceptual. Y cuando la paliza es conceptual, detenerse en altos y bajos individuales es improcedente.
A partir de ahora será un tiempo raro para nuestro corazón de hincha. Porque habrá que esperar qué decide Maradona y qué resuelve Grondona. Porque aparecerán voces con asuntos que hasta aquí venían retenidos por los triunfos. Y porque, que embromar, el Mundial sigue adelante.
Me resisto a esa tendencia entrañable de nuestro medio pelo de viajar del “somos los mejores” de la victoria, al “somos los peores” de la derrota.
Por Gonzalo Bonadeo para Perfil
No estoy seguro de que haya muchas crónicas más tristes para escribir que la de una eliminación en un Mundial de fútbol.
Las imágenes que, hasta ayer, habían sido las de ingleses, franceses, italianos o mexicanos llorando por la derrota de su seleccionado, hoy son las nuestras. Debe haber decenas de argumentos para justificar por qué cala tan hondo en nuestro corazón de hinchas una eliminación mundial. Yo no encuentro ninguna que me convenza más que la de la fiesta que, a partir de hoy, no sólo deja de ser propia sino que, durante una semana, seguirá siendo de otros. Porque un Mundial, para quienes venimos de la tierra del fútbol/barra brava, es la paradoja de la celebración posible, la reencarnación del fútbol que algunos llegamos a vivir; ese en el que dos camisetas pueden convivir en la misma tribuna, en la que el hincha neutral tiene derecho a festejar los goles del rival sin que por semejante afrenta se tire rodando por las escaleras. Una ceremonia en la que aquellos mismos mercenarios de la pelota que mandamos desde casa no sólo terminaron pasando casi inadvertidos y estuvieron lejos de simbolizar el auténtico aguante celeste y blanco, que realmente representaron decenas de miles de compatriotas hinchas de ley, sino que hasta los escuálidos bombos de los que sobrevivieron a las deportaciones fueron una mueca absurda de su propia presunción tribunera.
Llegamos hasta Ciudad del Cabo con una ilusión enorme. Porque lo que no habían generado Messi y Di María lo harían, como contra México, Tevez e Higuaín. Porque a falta de un auténtico lateral por la derecha empezábamos a descubrir la versatilidad y la personalidad de Otamendi. Porque Romero tenía semiclausurado el arco. Y porque, al fin y al cabo, lo que no solucionáramos con talento, convicción o contundencia, lo resolveríamos con esa relación sobrenatural que Maradona tiene con el fútbol. Y, de última, apelaríamos a San Palermo.
Por mucho respeto que se pudiera tener por los alemanes, no había motivo para sospechar semejante desenlace. Y ese desenlace fue lo suficientemente duro y elocuente como para dejarnos tristes y, lo que es peor, sin siquiera ganas de enojarnos.
Sospecho que muchos de ustedes esperarán ver reflejados sus reclamos en estas líneas. Algunos recordarán asuntos prehistóricos como las no convocatorias de Zanetti y de Cambiasso. Otros hablaran de un final de Mundial con Verón y Samuel en el banco. Muchos dirán que, ante Alemania, fue imprudente sostener el esquema ofensivo y que, si bien estaba bien mantener a los tres de punta, un Jonás por Di María hubiese aportado más “equilibrio”. Y entrecomillo la palabra equilibrio porque considero un engaño consumado que, detrás del concepto de equilibrio, nos escondan la intención de desequilibrar hacia atrás.
No esperen sangre escrita desde esta columna. Podría escudarme diciendo que estoy triste para ello. Mentira. Hace un tiempo descubrí uno más de mis matices esquizofrénicos y les confieso que me pongo rápidamente en zona crítica después de vivir un partido como hincha. No esperen sangre, simplemente porque no puedo considerar un pecado capital aquello que hasta diez horas antes de escribir estas líneas me parecían decisiones acertadas de un Maradona que había decidido mutar hacia un esquema que no sólo me gusta, sino que considero acorde con el potencial actual de nuestro fútbol. Un fútbol que tiene hoy los más goles metidos en las principales ligas europeas. Es decir, hay muchos mejores delanteros que defensores.
Por otro lado, los cuestionamientos a las decisiones de Diego –y a ciertas actitudes y a sus insultos– son parte de crónicas que cualquiera puede encontrar en el archivo reciente. Supongo que serán días de pases de factura, de declaraciones extemporáneas, de historias secretas de concentración que algunos tratarán de hacernos creer, de sacarse las ganas con ese Dios de las antinomias llamado Diego Maradona. No cuenten conmigo para esto. Todavía tengo mucho Schweinsteiger que digerir como para intentarlo.
Existe en muchos países de pasión futbolera el preconcepto de que los alemanes son, ante todo, rápidos, fuertes y disciplinados. Como contrapartida, que son esquemáticos, poco imaginativos y que se desacomodan fácil ante un caño, un taco o una gambeta. Más allá de que son todas verdades relativas, un detalle rara vez destacado como corresponde del fútbol alemán es que maneja muy, pero muy bien, el abc de las destrezas básicas de este juego. Es muy raro ver a un jugador de este seleccionado con limitaciones que sí podemos advertir en algunos de los nuestros. Desde el geniecillo de Özil hasta la jirafa de Mertesacker, todos manejan una técnica impecable. Patean con derecha y con izquierda, saltan y corren, cabecean y hacen relevos. Y, para condena de nuestro seleccionado, hacen la mejor transición defensa/ataque de este Mundial.
Este seleccionado alemán es un gran beneficiario del prejuicio y de la subestimación que buena parte del mundo de este deporte hace de sus jugadores. Es probable que haya pesado como pocas veces un gol tan pronto. Por la confianza que dio a los de Löw y porque la Argentina no había estado en esa situación en ningún momento del torneo. Sin embargo, en los 20 minutos posteriores, Alemania pudo ampliar la ventaja un par de veces. Y, de no haber mediado un comprensible respeto hacia el talento y la inspiración de nuestros atacantes, el partido pudo haberse liquidado mucho antes de los 20 de la segunda etapa.
Repasando, Alemania estuvo más cerca de solucionar sus problemas temprano que la Argentina de empatar. Fue el espejismo de ese rato del segundo período en el que los alemanes, seguros de demostrar lo bien que podían atacar, dejaron en claro que también eran mejores defendiendo.
El partido terminó siendo una paliza estadística mucho más tarde de haber sido ya una paliza conceptual. Y cuando la paliza es conceptual, detenerse en altos y bajos individuales es improcedente.
A partir de ahora será un tiempo raro para nuestro corazón de hincha. Porque habrá que esperar qué decide Maradona y qué resuelve Grondona. Porque aparecerán voces con asuntos que hasta aquí venían retenidos por los triunfos. Y porque, que embromar, el Mundial sigue adelante.
Me resisto a esa tendencia entrañable de nuestro medio pelo de viajar del “somos los mejores” de la victoria, al “somos los peores” de la derrota.
Por Gonzalo Bonadeo para Perfil
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