Por Lucía Gálvez
Para ADN Cultura
La Navidad trae un mensaje de esperanza, renovado año a año y dirigido a todas las personas de buena voluntad. Es un paréntesis en el cual el mundo cristiano vive la ilusión de alcanzar la paz encarnada en un recién nacido.
A partir del siglo IV, la Navidad empezó a festejarse el 25 de diciembre, en reemplazo de la fiesta romana del "Sol invictus". El símbolo era claro: el nacimiento de Jesucristo representaba la victoria de la Luz contra las tinieblas del Mal.
Durante la Antigüedad y la Edad Media, el misterio de la Navidad se acercó al pueblo desde las imágenes de iglesias y catedrales bizantinas, románicas y góticas hasta las maravillosas miniaturas de los libros de horas. Cuando Francisco de Asís, en la Navidad del 1223, recreó en el santuario de Greccio el primer pesebre viviente, no hizo más que corporizar una imagen muy conocida y querida que se propagó en Europa para pasar con la misma fuerza a América.
Como toda celebración humana, la Navidad se ha expresado a través de música, bailes y canciones; comidas, bebidas y regalos entre los seres queridos. Cada pueblo puso su nota de color en el escenario navideño. El nuestro fue heredero de la riquísima tradición española con alegres villancicos cantados ante el pesebre al ritmo de panderos, flautas y tamboriles.
Los primeros misioneros franciscanos y jesuitas supieron adecuar esta tradición a las distintas comunidades indígenas prehispánicas, sin desdeñar influencias autóctonas. Según el padre Lozano, historiador jesuita del siglo XVIII, el primer pesebre realizado en territorio argentino fue el que modelaron los omaguacas con arcilla de colores de los cerros, dirigidos por el padre Garpar de Monroy, durante la Navidad de 1594 en el mágico pueblito de Purmamarca. Antes aun, en 1585, el padre Alonso Barzana, también jesuita, había hecho pesebres vivientes en las comunidades indígenas del Tucumán. En la región de Santiago del Estero y en todo el Noroeste, fue San Francisco Solano quien mayor impulso dio a las celebraciones navideñas.
En una carta de 1613, el padre Cataldino, misionero del Guayrá, cuenta el entusiasmo de los indios ante el pesebre montado por los padres. Y el padre Sepp, natural del Tirol, afirma en 1701 que los guaraníes llevaban al Niño miel, zapallos y otros productos mientras cantaban y bailaban en su honor.
En el siglo XVIII se pusieron de moda en Córdoba unos niños Jesús o "belenes" de fina hechura, conservados bajo una campana de cristal. Toda clase de objetos diminutos y bellos rodeaba las figuras: eran los juguetes del Niño. En Jujuy, desde tiempos inmemoriales, chicos y adultos bailan por turnos la danza de las cintas, después de haber cumplido con la adoración del Niño.
Tanto en el Norte como en Cuyo y el Litoral, la tradición más destacada es el armado del pesebre con toda clase de elementos de la flora autóctona: pasto fresco y musgo; ramas, pencas y cardones; huevitos de pájaros, caracoles, mica, etc. Agustín Zapata Gollán hace una evocadora descripción de los antiguos pesebres santafecinos que "cobraban su mayor encanto en las primeras horas de la noche, cuando a la luz de lámparas y mecheros brillaban las estrellas de papel plateado que tachonaban un cielo de bambalina". En esas horas misteriosas en que los ángeles anunciaran a los pastores el nacimiento del Niño, los ojos infantiles miraban asombrados y unían a ellos sus canciones de alabanza. El Santos Vega de Ascasubi trae la pintoresca descripción de un pesebre bonaerense construido en la iglesia del pago de Pergamino en 1805. Un paisano cuenta que vio "tres reyecitos: / un blanco, un negro y un indio... / montados en un cebruno, un alazán y un tordillo" que traían ropa para el Niño, vestido sólo con "un chiripacito".
Algunas familias de origen inglés o alemán iniciaron a fines del siglo XIX una tradición del norte de Europa, que se propagaría por todo el país: el árbol de Navidad. En sus orígenes germanos, simbolizaba el árbol de la vida cargado de frutos mágicos. Los misioneros lo adaptaron al cristianismo agregándole la estrella de Belén. Las multitudes que fueron llegando de otros países a fines del siglo pasado y principios del XX aportaron nuevas tradiciones.
Hacia mediados del siglo pasado, se suscitó una discusión sobre quién traía los regalos: ¿el Niño Dios o Papá Noel-Santa Claus? Este personaje que hizo irrupción con una parafernalia de trineos, renos, nieve, bolsas de juguetes, ropas rojas, barbas blancas y carcajadas extemporáneas no era otro que el obispo san Nicolás de Bari, anacrónicamente vestido, quien acostumbraba tirar monedas de oro por las ventanas a las doncellas sin dote. Nunca hubiera imaginado el éxito que iba a tener su personaje en una sociedad en la que el consumo excesivo impide a muchos ver lo trascendente. La sociedad parece haber olvidado que el origen de esta fiesta es el nacimiento de un niño Dios en un pobre establo y no el jolgorio del palacio de Herodes. Lejos del espíritu navideño, el resentimiento y la falta de comprensión nos amenazan con males mayores. Nos queda la esperanza de que los valores de una Argentina que trabaja y estudia triunfen sobre la intolerancia y la violencia.