viernes, febrero 5

Cuadros dentro de cuadros

Tomás

Por Martín Caparrós, para Critica de la Argentina

"¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?”.

Son versos, son de Borges, encabezan el primer gran libro de Tomás Eloy Martínez. En la página inicial de Lugar común la muerte resuena la pregunta: ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido? ¿Quién será el que se ha muerto ahora que, muerto, les ha quedado a los vivos? ¿Quién será aquel que fue, ya ajeno de sí mismo?

Morir es entregarse. Los muertos se hacen nuestros: los hacemos. Nosotros, los provisoriamente vivos, hilamos una vida sin saber que la hilamos, como quien se distrae –“yo vivo, yo me dejo vivir, para que él trame su literatura…”–, y esa vida se va haciendo relato sin querer: un relato donde a veces influimos más que otras, tallando marcas, sembrando materiales. Hasta que, al fin, el día más pensado, nos volvemos tan poco, cajita de cenizas: construcción de los otros. Morirse es, también, convertirse en un cuento que otros van tejiendo. ¿Quién nos dirá de quién, y quién será el que era? Mi maestro Tomás se murió hace unos días.

Lo hemos llorado, lo hemos saludado, le hemos dicho que lo vamos a extrañar –y es tristemente cierto. Tomás era cariñoso, pícaro, generoso, malévolo. Tomás era absolutamente querible, interesante, culto, atento a sus amigos: uno de esos raros grandes conversadores que no se olvidan de hacer preguntas y escuchar respuestas. Tenía un arte del relato oral que envidiaría cualquier tía solterona, y le gustaba tanto charlar de libros como de chismes, de política y películas como de bueyes muy perdidos; contaba chistes malos. Y, sobre todo, le interesaban con pasión los hombres y mujeres, las historias. Ahora se ha vuelto, finalmente, una.

Me gusta pensar que le interesaría ese pasaje: que podría, como solía, reírse, sorprenderse, enfurecerse incluso escuchando lo que empieza a ser. Él, que lo hizo con otros muertos, con grandes muertos de la patria: él, que inventó algunas de las formas más precisas de Juan Domingo Perón, de Eva Perón –y tantos otros. Nada le gustaba más que recordar cómo ciertos episodios que imaginó para Perón en su Novela, para Evita en su Santa eran citados aquí y allá como historia verdadera. A mí me gusta recordarlo así: como un gran inventor de historias verdaderas. Cualquiera inventa historias; es muy difícil inventar historias verdaderas.

(Este martes, al lado de la lluvia, su cuerpo muerto tronaba en medio de la sala y en un rincón, en una mesa, descansaban sus libros. A las dos de la tarde unos señores se llevaron el cuerpo; los libros se quedaron. Sólo la realidad puede hacer metáforas tan malas; Tomás la habría tachado o mejorado. Pero es cierto que, de ahora en más, él va a ser, sobre todo, esas historias verdaderas que inventó.)

Tomás empezó a escribir en serio en la Argentina de los años sesentas. Era un gran periodista, jefe de redacción de una de las mejores revistas argentinas, donde cada nota era obsesivamente reescrita para que mantuviera el estilo de un autor colectivo que se llamaba Primera Plana –y donde nadie creía que los lectores fueran a asustarse frente a páginas rebosantes de letras porque en esos días todos –periodistas y lectores– se creían gente inteligente. En medio de esos alardes –de esas facilidades, diría alguna vez–, Tomás Eloy Martínez se buscaba.

Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran. Si el nuevo periodismo –entonces nuevo– consistía en retomar ciertos procedimientos de la narrativa de ficción para contar la no ficción, él se apropió lo más granado del momento. Sus crónicas fueron un raro encuentro entre Borges y García Márquez: sus frases tomaron préstamos del ciego, sus climas del realismo mágico. Y, muy pronto, consiguió lo más difícil de alcanzar: un estilo –una música, ritmos, una textura de la prosa.

Tomás –como muchos de los mejores– se pasó muchos años escribiendo, de alguna forma, el mismo texto. Ya en Lugar Común anunciaba su intento: “Debo acaso explicarme: las circunstancias a que aluden estos fragmentos son veraces; recurrí a fuentes tan dispares como el testimonio personal, las cartas, las estadísticas, los libros de memorias, las noticias de los periódicos y las investigaciones de los historiadores. Pero los sentimientos y atenciones que les deparé componen una realidad que no es la de los hechos sino que corresponde, más bien, a los diversos humores de la escritura. ¿Cómo afirmar sin escrúpulos de conciencia que esa otra realidad no los altera?”.

Con ese programa, contra la práctica notarial del periodismo chato, escribió sus crónicas de entonces y, obstinado, entusiasta, ligeramente escéptico, creyente, sus dos libros más celebrados, los Perón. Donde terminó de romper los límites entre ficción y realidad, porque entendió que la realidad puede comunicarse mejor con la dosis necesaria de ficción, y la ficción se enriquece con su parte de realidad –y que esa mezcla desafía al lector, lo obliga a no creer, lo convierte en un cómplice activo. Fue su consagración o, dicho de otra manera, su hallazgo de sí mismo. Desde entonces se pasó dos décadas fecundas componiendo una Argentina que –vaga, complaciente– aceptó ser la que él contaba. Tomás, mientras tanto, se dejaba vivir, gozaba de la vida, sufría de la vida –y escribía escribía escribía más.

He conocido a pocos tan ferozmente escritores. Hace unos años, cuando leí su despedida de su mujer, Susana Rotker, me impresionó que, en medio de tal dolor, pudiera escribir esas palabras. Hace unos días, la última vez que nos vimos, me dijo que, contra la enfermedad, seguía escribiendo, y entendí cómo una metáfora gastada puede volverse realidad: escribía porque era la única forma en que sabía vivir, porque escribir era seguir viviendo.

Ahora, ya desembarazado de la obligación de ser real –esa torpe necesidad de comer, querer, ganarse el sueldo, elegir la camisa–, será puro relato. Por eso ya no importa quién era aquel Martínez. Importará, de ahora en más, cómo lo hacemos: ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?

Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesionario. Si traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante sin decir todo lo que le debo”, escribió Tomás alguna vez. Hace muchos años le dediqué mi primer libro de crónicas. Ayer encontré, doblado dentro de mi ejemplar de Lugar común la muerte, Caracas, 1978, el papelito donde había ensayado esa dedicatoria: “Porque/ si no hubiera sido por aquel Lugar Común,/ jamás me habría atrevido/ a suponer este libro./ Gracias”. Otros harán otros Tomás; yo seguiré escribiendo, en cada texto, acechado por mis limitaciones, éste: el que nos permitió escribir lo que escribimos, el que nos inventó. Por eso me gusta pensar que leería estas líneas con su sonrisa pícara, con el brillo guasón de sus ojitos claros, y me diría que no he inventado suficiente. Tiene razón, maestro. Denos tiempo. Total, por fin, ya no lo apura ningún cierre.

jueves, febrero 4

Fuera del mundo

Por José Martí

Fuera del mundo que batalla y luce
Sin recordar a su infeliz cautivo,
A mi trabajo servil sujeto vivo
Que a la muerte temprano me conduce.
Mas hay junto a mi mesa una ventana
Por donde entra la luz; ¡y no daría
Este rincón de la ventana mía
Por la mayor esplendidez humana!

miércoles, febrero 3

Su alumno agradecido

Por Juan Cruz

La magnífica revista Litoral, que fundó Manuel Altolaguirre, continuó el benémerito agitador José María Amado y dirige ahora el artista Lorenzo Saval , acaba de sacar a la calle un número bellísimo de cartas de personalidades célebres de todas las épocas, desde Newton a Kerouac pasando por todos aquellos personajes que han utilizado la correspondencia para mitigar la soledad o para provocarla, y que han hecho de esta forma de comunicación una hermosa obra de arte. El número se llama Cartas y Caligrafías, así que contiene bellísimos recuerdos de la caligrafía y el dibujo de numerosos artistas que hicieron de su modo físico de escribir un autorretrato de sus ansiedades o de sus melancolías. La letra es el espejo del alma, el punto de vista de la mano que escribe. De todas esas cartas quiero rescatar hoy una tan sólo, la que Albert Camus le envió a su maestro en Argel, Germain ("Querido señor Germain"), después de haber recibido la noticia de que le había sido concedido el premio Nobel de Literatura de 1957. La carta está fechada el 17 de noviembre de ese año. Y entre otras cosas, el autor de El extranjero le dice a quien le enseñó lo primero que supo: "Pero [esta noticia] ofrece al menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mi, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido". La carta es bien conocida; aquí se ha comentado también. La traigo ahora porque me parece que, en un mundo en el que la ingratitud parece ser una forma de ser, sobre todo con respecto a los maestros, este recuerdo de Camus es también un homenaje a quienes nos enseñaron.

diario El País.

lunes, febrero 1

El debate sobre la Wikipedia.




Por Umberto Eco

Para los que no lo sepan, se trata de una enciclopedia on line escrita directamente por el público. No sé hasta qué punto una redacción central controla las contribuciones que llegan de todas las partes del mundo, pero es verdad que cuando he tenido la ocasión de consultarla sobre argumentos que conocía (para controlar una fecha o el título de un libro), la he encontrado siempre bastante bien hecha y bien informada. Claro que eso de estar abierta a la colaboración de cualquiera presenta sus riesgos, y ha sucedido que a algunas personas se les atribuyera cosas que no han hecho e incluso acciones reprobables. Naturalmente, protestaron y el artículo se corrigió.

La Wikipedia tiene también otra propiedad: cualquiera puede corregir un artículo que considera equivocado. Hice la prueba con el artículo que me concierne: contenía un dato biográfico impreciso, lo corregí y desde entonces el artículo ya no contiene ese error. Además, en el resumen de uno de mis libros estaba la que yo consideraba una interpretación incorrecta, dado que se decía que yo "desarrollo" una cierta idea de Nietzsche mientras que, de hecho, la contesto. Corregí "develops" con "argues against", y también esta corrección fue aceptada.

El asunto no me tranquiliza en absoluto. Cualquiera, el día de mañana, podría intervenir otra vez sobre este artículo y atribuirme (por espíritu de burla, por maldad, por estupidez) lo contrario de lo que he dicho o hecho. Además, dado que en Internet circula todavía un texto donde se dice que yo sería Luther Blissett, el conocido falsificador (e incluso años después de que los autores del truco llevaran a cabo su buen coming out y se presentaran con nombre y apellido), podría ser yo tan socarrón como para dedicarme a contaminar los artículos que conciernen a autores que me resultan antipáticos, atribuyéndoles falsos escritos, episodios pedófilos, o vínculos con los Hijos de Satanás.

¿Quién controla en la Wikipedia no sólo los TEXTOS sino también sus correcciones? ¿O actúa una suerte de compensación estadística, por la cual una noticia falsa antes o después se localiza? El caso de la Wikipedia es, por otra parte, poco preocupante con respecto a otro de los problemas cruciales de Internet. Junto a sitios absolutamente dignos de confianza, hechos por personas competentes, existen sitios de lo más engañosos, elaborados por incompetentes, desequilibrados o incluso por criminales nazis, y no todos los usuarios de la red son capaces de establecer si un sitio es fidedigno o no.

El asunto tiene una repercusión educativa dramática, porque a estas alturas sabemos ya que escolares y estudiantes suelen evitar consultar libros de texto y enciclopedias y van directamente a sacar noticias de Internet, tanto que desde hace tiempo sostengo que la nueva y fundamental asignatura que hay que enseñar en el colegio debería ser una técnica de selección de las noticias de la red; el problema es que se trata de una asignatura difícil de enseñar porque a menudo los profesores están en una condición de indefensión equivalente a la de sus alumnos.

Muchos educadores se quejan, además, de que los chicos, si tienen que escribir el texto de un trabajo o incluso de una tesina universitaria, copian lo que encuentran en Internet. Cuando copian de un sitio poco creíble, deberíamos suponer que el profesor se da cuenta de que están diciendo pavadas, pero es obvio que sobre algunos temas muy especializados es difícil establecer inmediatamente si el estudiante dice algo falso. Supongamos que un estudiante elija hacer una tesina sobre un autor muy pero muy marginal, que el profesor conoce de segunda mano, y se le atribuya una determinada obra. ¿Sería capaz el docente de decir que ese autor nunca ha escrito ese libro? Lo podría hacer sólo si por cada texto que recibe (y a veces pueden ser decenas y decenas de trabajos) consigue llevar a cabo un cuidadoso control sobre las fuentes.

No sólo eso: el estudiante puede presentar un trabajo que parece correcto (y lo es) pero que está directamente copiado de Internet mediante "copia y pega". Soy propenso a no considerar trágico este fenómeno porque también copiar bien es un arte que no es fácil, y un estudiante que copia bien tiene derecho a una buena nota. Por otra parte, también cuando no existía Internet, los estudiantes podían copiar de un libro hallado en la biblioteca y el asunto no cambiaba (salvo que implicaba más esfuerzo manual). Y, por último, un buen docente se da cuenta siempre cuando se copia un texto sin criterio y se huele el truco (repito, si se copia con discernimiento, hay que quitarse el sombrero).

Ahora bien, considero que existe una forma muy eficaz de aprovechar pedagógicamente los defectos de Internet. Planteen ustedes como ejercicio en clase, trabajo para casa o tesina universitaria, el siguiente tema: "Encontrar sobre el argumento X una serie de elaboraciones completamente infundadas que estén a disposición en Internet, y explicar por qué no son dignas de crédito". He aquí una investigación que requiere capacidad crítica y habilidad para comparar fuentes distintas, que ejercitaría a los estudiantes en el arte del discernimiento.

A Tomás Eloy Martínez

Por Bernabé Tolosa

Algo o alguien se decidió en pocos días, a restarnos dos muy buenas plumas.
A la desaparición física de Salinger, hay que sumar hoy la de un gran maestro del periodismo nacional y un mejor escritor, Tomás Eloy Martínez.

Con una larga y reconocida trayectoria, Tomás Eloy Martínez colaboró con los diarios La Nación y Página/12, además de ser columnista del New York Times o el diario El País, de Madrid. También participó en su momento con el diario La Gaceta de Tucumán como corrector y luego se desempeñó en Primera Plana, La Opinión y Panorama, entre otros medios nacionales.

Desde lo literario ha dejado un inmenso legado que va desde Santa Evita, pasando por La Novela de Perón, hasta La Pasión según Trelew, combinando maravillosamente lo periodístico y lo literario, formando parte así de aquella camada inaugural del “nuevo periodismo” local.

No faltará oportunidad en este lugar, no sólo para recordarlo, sino también para evocar su inteligencia y practicidad al momento de plantear diversos temas culturales y de actualidad. No faltará oportunidad en este lugar, para seguir su legado e ir concretando ese “pacto entre lector y escritor” que tanto le gustaba ponderar, para alcanzar una verdad.