viernes, diciembre 31

2010: el fin de la naturaleza

El así llamado equilibrio de la naturaleza -que la humanidad destruye brutalmente con su arrogancia- es un mito. Si la ciencia no puede controlar la naturaleza, tal vez deberíamos centrarnos en cambiar cómo vivimos en ella. Los humanos no somos nada más que otra de las especies vivientes sobre la Tierra, y dependemos del delicado equilibrio de sus elementos.

Los grandes desastres ecológicos del 2010 coinciden con el antiguo modelo cosmológico, donde el universo está compuesto por cuatro elementos básicos: aire (nubes de ceniza volcánica de Islandia inmovilizando el tráfico aéreo sobre Europa), tierra (avalanchas de lodo y terremotos en China), fuego (convirtiendo a Moscú en un sitio casi inhabitable) y agua (el tsunami en Indonesia, inundaciones desplazando a millones de personas en Pakistán).

Sin embargo, este recurrir a la sabiduría tradicional no permite ninguna comprensión real de los misterios de los caprichos de nuestra salvaje Madre Naturaleza. Es una forma de consuelo, realmente, que nos permite evitar la cuestión que todos queremos preguntar: ¿la agenda de la naturaleza para el 2011 incluirá más sucesos de esta magnitud?

En nuestra desencantada era posreligiosa y ultratecnológica, las catástrofes ya no se pueden considerar significativas de un ciclo natural o la expresión de la furia divina. Las catástrofes ecológicas - que podemos ver continuamente yde cerca gracias a nuestro mundo conectado las 24 horas, los siete días de la semana-se convierten en las insensatas intrusiones de una ira ciega y destructiva. Es como si estuviéramos atestiguando el fin de la naturaleza.

Actualmente buscamos que los expertos científicos lo sepan todo. Pero no es así, y ahí radica el problema. La ciencia se ha autotransformado en un conocimiento especializado que ofrece una inconsistente gama de explicaciones contradictorias llamadas "opiniones expertas". Pero si culpamos a la civilización científico-tecnológica de muchas de nuestras dificultades, en ausencia de esa misma ciencia no podemos solucionar el daño - sólo los científicos, después de todo, pueden ver el agujero de ozono-.O, como dice un párrafo de Parsifal,de Wagner, "la herida únicamente puede curarse con la lanza que la hizo". No hay regreso a la sabiduría holística precientífica, al mundo de tierra, viento, aire y fuego.

Aunque la ciencia puede ayudarnos, no puede hacer todo el trabajo. En lugar de recurrir a la ciencia para impedir que el mundo se acabe, necesitamos mirar hacia nosotros mismos y aprender a imaginarnos y a crear un nuevo mundo. Es difícil pertenecer a los observadores pasivos que deben permanecer inmóviles mientras se revela nuestro destino, al menos para los que vivimos en Occidente.

Entren al perverso placer del martirio prematuro: "¡Ofendimos a la Madre Naturaleza, así que recibimos lo que merecemos!". Estar dispuesto a asumir la culpa de las amenazas a nuestro medio ambiente es algo engañosamente tranquilizador. Si somos culpables, entonces todo depende de nosotros; podemos salvarnos simplemente cambiando nuestro estilo de vida. Desesperada y obsesivamente reciclamos papel viejo, compramos comida orgánica, lo que sea para asegurarnos de que hacemos algo, que contribuimos. Pero igual que el universo antropomórfico, mágicamente diseñado para la comodidad del hombre, el así llamado equilibrio de la naturaleza - que la humanidad destruye brutalmente con su arrogancia-es un mito. Las catástrofes son parte de la historia natural. El hecho de que las cenizas del modesto estallido volcánico en Islandia hicieran aterrizar a la mayoría de los aviones en Europa es un muy necesitado recordatorio del grado en que nosotros, los humanos, con nuestro tremendo poder sobre la naturaleza, no somos nada más que otra de las especies vivientes sobre la Tierra, y dependemos del delicado equilibrio de sus elementos.

Entonces, ¿qué nos depara el destino? Una cosa es clara: deberíamos acostumbrarnos a un estilo de vida mucho más nómada. El cambio gradual o repentino en nuestro medio ambiente, sobre el que la ciencia puede hacer poco más que emitir advertencias, podría forzar transformaciones sociales y culturales desconocidas. Suponga que una nueva erupción volcánica hiciera inhabitable un lugar: ¿dónde encontrará cabida la gente? En el pasado, los movimientos poblacionales grandes eran procesos espontáneos, llenos de sufrimiento y pérdida de civilizaciones. Actualmente, cuando las armas de destrucción masiva no sólo están en manos de estados sino incluso de grupos locales, la humanidad simplemente no puede darse el lujo de un intercambio poblacional espontáneo.

Lo que esto significa es que se deben inventar nuevas formas de cooperación global que no dependan del mercado ni de negociaciones diplomáticas. ¿Es un sueño imposible?

Lo imposible y lo posible explotan simultáneamente en el exceso. En los reinos de la libertad personal y la tecnología científica, lo imposible es más y más posible. Podemos cobijar la esperanza de mejorar nuestras capacidades físicas y psíquicas; de manipular nuestras características biológicas vía intervenciones en el genoma; de lograr el sueño tecnognóstico de la inmortalidad codificando las características que nos distinguen y alimentando el compuesto de nuestra identidad en un programa computacional.

En lo que respecta a las relaciones socioeconómicas, empero, percibimos nuestra era como una era de madurez y, por tanto, de aceptación. Con el colapso del comunismo, abandonamos los antiguos sueños utópicos milenarios y aceptamos las limitaciones de la realidad - esto es, una realidad socioeconómica capitalista-con todas sus imposibilidades. No podemos participar en actos colectivos grandes, que necesariamente terminan en terror totalitario. No podemos aferrarnos al antiguo Estado benefactor, que impide que seamos competitivos y nos lleva a crisis económicas. No podemos aislarnos del mercado global.

A nosotros nos resulta más fácil imaginarnos el fin del mundo que un cambio social serio. Como prueba, las numerosas películas taquilleras sobre la catástrofe global y la conspicua ausencia de producciones sobre sociedades alternativas.

Tal vez sea tiempo de revertir nuestro concepto de lo posible y lo imposible; tal vez debiéramos aceptar la imposibilidad de la inmortalidad omnipotente y considerar la posibilidad del cambio social radical. Si la naturaleza ya no es un orden estable confiable, entonces nuestra sociedad también debería cambiar si queremos sobrevivir en una naturaleza que ya no es una madre buena y protectora, sino una madre pálida e indiferente.

© Slavoj Zizek
Distribuido por The New York Times Syndicate
Fuente: La Vanguardia.

lunes, diciembre 27

Todo por un color

Por Hugo Asch para diario Perfil

“El color me posee, el color y yo somos uno” Paul Klee (1879-1940)

Ahí están. Los jugadores de Independiente con el mismo inexplicable azul que a veces usa Huracán, el Estudiantes de Verón en elegante gris, Messi vestido con un naranja flúo de operario municipal; Zanetti, blanco como de comunión… ¿Qué es esto? ¿Quién les cambió los colores, muchachos? ¿Para qué equipo juegan? ¿Qué hago yo con mi bandera de toda la vida? ¿De donde habrá salido ese horrible travestismo cromático, me pueden explicar?

Sí, ya sé. Las camisetas alternativas son un invento marketinero para sorprender, vender en el mercado masivo aún como prenda de vestir y cambiar pronto de diseño para imponer el próximo. Muy bien. Una idea ingeniosa, brillante. Pues sepan que la detesto. Es otra herencia de estos fucking tiempos posmodernos: uno no sabe ya para quién está hinchando, o peor aún, ni siquiera le importa.

Hace un millón de años, Racing ganaba la Supercopa con un modelo celeste con vivos blancos muy bonito que solo pretendía neutralizar la histórica malaria que arrastraba la camiseta tradicional. Hasta ahí, suena aceptable. Es que todos somos chicos de 10 años cuando la pelota rueda: ingenuos, inseguros, supersticiosos, llorones. Intolerables. Pero atención, al menos ese diseño respetaba la identidad. No era fucsia, amarillo como los carteles de Macri –que el Altísimo no lo permita: ¡ese tono es mufa, juran en el teatro!–, verde agua, marrón habano o colorado fuego. Y eran mis colores, no otros. Y ojo que con eso, hombres y mujeres de mi patria, no se juega.

El color es algo esencial en la vida. Recuerdo una entrañable conferencia de Borges en el Teatro Coliseo, en 1977, en donde habló largamente de su ceguera y los colores. De cómo los añoraba y cómo los fue perdiendo de a poco, sumergido en una bruma gris, sin negro. El color amarillo –el de Borges, no el de Macri–, que jamás lo abandonó y era su preferido desde niño, cuando se pasaba horas frente a la jaula del tigre en el zoológico; el verde que también podía ser azul, el azul que podía ser verde y la ausencia total del rojo, devenido en un melancólico marrón.

“Por un color / solo por un color / no somos tan malos / ya la cancha / estalla en nada”, canta Luis Alberto Spinetta en su La Bengala Perdida (1988). Una canción que surgió del incidente donde murió el hincha Roberto Basile (“la bengala perdida se le posó / allí donde se dice gol”) y de una anécdota que gira sobre la poética pasión por los colores de tipos tan sensibles como Rambo en un cumpleaños vietnamita.

A mediados de la década de los ochenta, Spinetta estaba en Córdoba, donde iba a tocar. Sin mucho que hacer en el hotel, salió a caminar y pasó distraídamente frente a un umbral donde dormitaban unos hinchas cubiertos por una bandera de Rosario Central, que esa noche jugaba contra Talleres. Habían llegado en un camión y paraban en la calle. Uno de ellos lo reconoció, pegó el grito y todos corrieron a saludarlo. Abrazos, aplausitos, pedidos de alguna moneda, esas cosas. Después, uno preguntó:

–¡Grande, Flaco! ¿Cuándo vas a hacer un tema para nosotros los barras, papá?

–No sé, loco. Ustedes están peleándose todo el tiempo. ¿Qué querés que diga?

El hincha suspiró, sonrió y movió la cabeza hacia el costado, como un perro que escucha un violín. Parecía más dolido que ofendido. Esperó unos segundos antes de responder.

–No, Flaco, no, vos no nos entendés. Nosotros lo hacemos todo por amor. Por amor a los colores…

Amor a los colores. ¡Wow! Spinetta quedó shockeado por esa frase de involuntaria poética. Y así compuso aquel conmovedor tema que mucho ayuda a comprender el misterio del fútbol. Ese imán de pasiones insensatas y amores dementes, tan liberador del niño que todos llevamos adentro… y del enano fascista que también vive por ahí. Un deporte devenido en negocio que, pese a todo, se sostiene ontológicamente con el amor más puro e inocente. El amor por un color.

Ya lo escribí en este mismo espacio y volveré a repetirlo. No soporto que los jugadores se arrancan la camiseta y la revolean para festejar. Ay, ay, ay. Lo diré una vez más: me importan un rábano sus espantosos tatuajes y las emotivas dedicatorias a novias, hijos, madres, tías o mascotas con moquillo. Ese gol es mío, ¿capisce? Mío, o lo que es lo mismo, de esa amada camiseta, la de siempre, ¡que es la única razón por la cual los estoy mirando jugar, maldito sea!

La misma camiseta que dibujaba torpemente a los 4 años, la que me puse a los 6 con mis Sacachispas y los pantaloncitos y medias haciendo juego, cuando a nadie le importaba la marca. ¿Qué marca? Lo importante era el contenido. La esencia. La pertenencia, esa patria.

Ningún sponsor, ningún nombre en la espalda salvo el número, del 1 al 11, que para un futbolista de ley sigue siendo su declaración de principios, su lugar en el mundo. Yo “soy” Perfumo con la 2 y esos colores, aún hoy, aunque le pegue con los tobillos y no pare a nadie. Nada de mercadeo, carteles, fiestas de campaña y papelitos de colores. Pura ideología, pura convicción. Puro Ser. Nos basta con eso, compatriotas.

Y nos sobra.