Por Marilyn Monroe
Carta al Dr. Ralph Greenson (fragmento), 1° de marzo de 1961
“Justo ahora cuando miré por la ventana del hospital, donde la nieve ha cubierto todo de pronto, todo es una especie de verde apagado. La hierba, unos pobres arbustos de hoja perenne –aunque los árboles me dan un poco de esperanza– las desoladas ramas desnudas quizá prometen que habrá primavera y quizá prometen esperanza.
¿Ha visto usted ya Vidas rebeldes? En una de sus secuencias tal vez pueda ver usted lo desnudo y extraño que un árbol puede parecerme. No sé si queda del todo claro en la pantalla –no me gustan algunas de las tomas que eligieron. Cuando empezaba a escribir esta carta había derramado cuatro lágrimas en silencio. No sé bien por qué.
Anoche volví a pasar despierta toda la noche. A veces me pregunto para qué sirve el tiempo nocturno. Casi no existe para mí –todo me parece un largo y horrible día. Bueno, pero pensé que más me valía ser constructiva al respecto y me puse a leer las cartas de Sigmund Freud. Cuando abrí el libro la primera vez encontré la foto de Freud dentro, en frente del título, y me eché a llorar –parecía muy deprimido (la deben de haber tomado muy al final de su vida) murió decepcionado (…) El libro revela (aunque no sé si me parece muy bien que se publiquen las cartas de amor de nadie) que no era tan estricto: quiero decir que su humor triste y amable e incluso su espíritu combativo eran eternos en él.”
Decía Walter Benjamín que un libro de citas de otros, sería un libro perfecto, ya que estas enriquecen lo nuestro y convierten nuestra obra en una “obra colectiva”. Lejos de la perfección se encuentra esta iniciativa, pero si vale como lugar donde compartir distintos textos, con el sentido de entender este día a día que nos toca en el mundo. La intención no será cambiarlo, sólo la de tratar de entenderlo.
miércoles, mayo 25
“Todo lo que puedo ser es yo mismo”
Nació el 24 de mayo de 1941, un día como hoy hace exactamente 70 años. La vigencia de un talento capaz de reinventarse y sorprender permanentemente.
Quién es Dylan, Bob Dylan? ¿El joven cantautor de protesta que enamoró a todos con himnos como “Blowin’ inThe Wind” o “The Times They Are A-changin’”, pero que causaba impresión y rechazo entre los más puristas por su voz nasal y armónicas disonantes? ¿El judas que electrificó el folk y dejaba a los periodistas pagando en las conferencias de prensa? ¿El místico que desapareció una temporada después de casi perder la vida en una accidente de moto y volvió más taciturno y vaquero que nunca? ¿El cristiano judío que cantó para el Papa y dictaminó: “Al Papa no se le puede decir que no”? ¿El blasfemo que se cagó en todas las convenciones religiosas, morales y políticas, incluso –o especialmente– las convenciones de izquierda? ¿El mujeriego que nunca hizo gala de sus conquistas y registró como nadie el dolor de sus divorcios? ¿El ícono pop? ¿El mesías? ¿El agreta? La lista podría seguir, y sin embargo ni aun así podríamos llegar a abarcar las infinitas aristas de una figura que marcó como pocos el siglo que pasó y que hoy, a sus 70 años recién cumplidos, sigue dando que hablar.
Las declaraciones de Dylan siempre fueron enigmáticas, pero también tuvieron su buena dosis de atractiva obviedad. Por ejemplo: “Detrás de toda cosa bella hay algún tipo de dolor”, “Todo lo que puedo ser es yo mismo, y quién sabe qué significa eso”, “A veces no alcanza con saber lo que significan las cosas: a veces necesitás saber lo que no significan”, “Un hombre es exitoso si logra levantarse a la mañana, acostarse a la noche y, en el medio, hacer lo que tiene ganas de hacer”. Como si Robert Allen Zimmerman, tal su verdadero nombre, nos estuviera diciendo, no sin cierta sorna: “No se trata de descubrir el misterio del mundo, sino de aceptarlo.”
Como sea, ya el primer Dylan, el de principios de los años sesenta, nació revolucionario. En un planeta que iba directo a la convulsión global, con los asesinatos de John F. Kennedy y Martin Luther King, más la aparición de los Beatles como nueva cultura joven con sus propios parámetros estéticos y morales, y la asunción de los hippies y el flower power como rechazo al sistema por vía del abandono, este muchacho criado en Minnesota pero formado artísticamente en el Greenwich Village de Nueva York (el hervidero bohemio de la época) pareció condensar críticamente las aristas dañinas de ese nuevo mundo. Su disco The Freewheelin’..., editado en 1962, rápidamente se convirtió en la nueva esperanza folk por su fuerza renovada, himnos de protesta y una sensación de que se estaba ante algo poderoso en su sencillez.
Y lo fue. Es el Dylan que, por ejemplo, marcó a Tanguito, Moris, Nebbia y la naciente juventud melenuda que naufragaba de La Cueva a La Perla del Once y tomó sus letras como fehaciente comprobación de que se podía ser veinteañero y desalineado, y a la vez cantar algo sabio y trascendente. O el que, algunos años después, hizo despertar la vocación juglar de León Gieco, que inmediatamente abandonó su Cañada Rosquín natal para radicarse en Buenos Aires y cantarle –con su propia acústica y armónica colgada al cuello– “a los hombres de hierro” de la dictadura de Lanusse. “Los grandes compositores del mundo son Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat y Bob Dylan”, suele decir el autor de “Sólo le pido a Dios”. Sin embargo, se trató apenas del primer Dylan (el primer Dylan público, al menos). Y quizás, también, el más pobre. El constreñido en un solo lugar: la advertencia. Y, ya se veía, Dylan no sólo quería advertir (o advertir a los que advertían) sino patear la mesa.
“¡Judas!”, le gritaron cuando en el ’65 estrenó, primero, la eléctrica “Like a Rolling Stone”, y después la tocó en vivo en un festival folk. Parte de su público no podía entender (ni aceptar) que abandonara no sólo el sonido acústico sino también su predicamento político. “¿Qué pasa con el profeta que ya no profetiza?”, se encandalizaron. Y era verdad: el Dylan diáfano, serio y profundo que mostraban las portadas de sus primeros álbumes rápidamente había dado lugar a otro bastante más flaco y cáustico, ya con sus rulos a cuestas y sus infaltables lentes negros. Un Dylan que parecía estar cagándose en todos. Y, antes que todos, en sí mismo.
Es la época en que introdujo a los Beatles en la marihuana y le enseñó a Lennon las bondades de una letra que fuera más allá de “Yeah Yeah Yeah” (Los Fab Four luego lo retribuyeron con “You’ve Got To Hide Your Love Away” y “Norwegian Wood”). También es la época de discos como Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966) con temas como “Just Like a Woman” y la citada “Like a Rolling Stone”, considerada “el mejor tema de la historia del rock” en una histórica encuesta entre músicos, autores, críticos y representantes de la industria, y que hoy es utilizada para ejemplificar al Dylan canónico que influenció al “rock” en general (ya no sólo “folk”), desde los mismísimos Lennon y McCartney hasta Neil Young, Bruce Springsteen, Patti Smith e incluso David Bowie, quien le dedicó “Song for Dylan” de su disco Hunky Dory (1971). El Dylan que, a su vez, tomó Andrés Calamaro para su brillante Honestidad Brutal (1999).
De ahí en más, para un artista que ya había mutado un par de veces sin perecer en el intento, cualquiera hubiera esperado sólo descenso o, a lo sumo, repetición. Pero Dylan tenía más ases escondidos bajo la manga. Y del nunca aclarecido accidente de moto (otro de los misterios de su biografía) que lo mantuvo alejado durante la temporada ’67-’68 (años clave para el surgimiento del rock como estamento contracultural), Dylan volvió a contramano de todo. Si los hippies y el flower pop proponían no combatir el sistema sino darle la espalda, y todos –desde los Beatles hasta los Rolling Stones– se enamoraban de la psicodelia, el autor de “Mr. Tambourine Man” se mudó a Nashville (la contracara de California) y reencarnó en un cowboy enamorado del country y fanático de Johnny Cash (por entonces, una figura desestimada por la cultura joven). Son los años de “Lay Lady Lay” y “Forever young”, del icónico acompañamiento de The Band, y tiempo después, de discos considerados pésimos por la crítica como Self portrait (1970), pero también de obras maestras como Blood on the tracks (1975), quizás el mejor álbum de divorcio alguna vez registrado.
Pero... ¿por qué Dylan es Dylan?, fue la pregunta que se hicieron durante muchos años no sólo quienes lo adoraban sin matices sino también aquellos que no podían entender cómo un compositor aparentemente rudimentario y claramente disonante pudiera llegar a acaparar tantos elogios y tanta pero tanta atención. Y actos como la conversión al cristianismo de fines de los ’70 o la gira interminable de principios de los ’90 lucían tan incomprensibles y geniales. “Yo acepto el caos –decía– de lo que no estoy seguro es que el caos me acepte a mí.”
A sus 70 años, entonces, corresponde preguntarse: ¿Es que nunca va a envejecer? ¿Nunca va a ponerse gagá? Lo primero ya ocurrió. Lo segundo, nos lo debe. Y probablemente nunca ocurra si tomamos en cuenta sus últimos discos que, no casualmente, se encuentran entre los más brillantes de toda su carrera: Time Out of Mind, Love And Theft y Modern Times. Una trilogía otoñal perfecta que trajo la novedad de una voz de crooner aguardentosa, pero la mirada insondable y mala onda de antes. Un nuevo Dylan, el Dylan de siempre.
Por Juan Manuel Strassburger para Tiempo Argentino
Quién es Dylan, Bob Dylan? ¿El joven cantautor de protesta que enamoró a todos con himnos como “Blowin’ inThe Wind” o “The Times They Are A-changin’”, pero que causaba impresión y rechazo entre los más puristas por su voz nasal y armónicas disonantes? ¿El judas que electrificó el folk y dejaba a los periodistas pagando en las conferencias de prensa? ¿El místico que desapareció una temporada después de casi perder la vida en una accidente de moto y volvió más taciturno y vaquero que nunca? ¿El cristiano judío que cantó para el Papa y dictaminó: “Al Papa no se le puede decir que no”? ¿El blasfemo que se cagó en todas las convenciones religiosas, morales y políticas, incluso –o especialmente– las convenciones de izquierda? ¿El mujeriego que nunca hizo gala de sus conquistas y registró como nadie el dolor de sus divorcios? ¿El ícono pop? ¿El mesías? ¿El agreta? La lista podría seguir, y sin embargo ni aun así podríamos llegar a abarcar las infinitas aristas de una figura que marcó como pocos el siglo que pasó y que hoy, a sus 70 años recién cumplidos, sigue dando que hablar.
Las declaraciones de Dylan siempre fueron enigmáticas, pero también tuvieron su buena dosis de atractiva obviedad. Por ejemplo: “Detrás de toda cosa bella hay algún tipo de dolor”, “Todo lo que puedo ser es yo mismo, y quién sabe qué significa eso”, “A veces no alcanza con saber lo que significan las cosas: a veces necesitás saber lo que no significan”, “Un hombre es exitoso si logra levantarse a la mañana, acostarse a la noche y, en el medio, hacer lo que tiene ganas de hacer”. Como si Robert Allen Zimmerman, tal su verdadero nombre, nos estuviera diciendo, no sin cierta sorna: “No se trata de descubrir el misterio del mundo, sino de aceptarlo.”
Como sea, ya el primer Dylan, el de principios de los años sesenta, nació revolucionario. En un planeta que iba directo a la convulsión global, con los asesinatos de John F. Kennedy y Martin Luther King, más la aparición de los Beatles como nueva cultura joven con sus propios parámetros estéticos y morales, y la asunción de los hippies y el flower power como rechazo al sistema por vía del abandono, este muchacho criado en Minnesota pero formado artísticamente en el Greenwich Village de Nueva York (el hervidero bohemio de la época) pareció condensar críticamente las aristas dañinas de ese nuevo mundo. Su disco The Freewheelin’..., editado en 1962, rápidamente se convirtió en la nueva esperanza folk por su fuerza renovada, himnos de protesta y una sensación de que se estaba ante algo poderoso en su sencillez.
Y lo fue. Es el Dylan que, por ejemplo, marcó a Tanguito, Moris, Nebbia y la naciente juventud melenuda que naufragaba de La Cueva a La Perla del Once y tomó sus letras como fehaciente comprobación de que se podía ser veinteañero y desalineado, y a la vez cantar algo sabio y trascendente. O el que, algunos años después, hizo despertar la vocación juglar de León Gieco, que inmediatamente abandonó su Cañada Rosquín natal para radicarse en Buenos Aires y cantarle –con su propia acústica y armónica colgada al cuello– “a los hombres de hierro” de la dictadura de Lanusse. “Los grandes compositores del mundo son Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat y Bob Dylan”, suele decir el autor de “Sólo le pido a Dios”. Sin embargo, se trató apenas del primer Dylan (el primer Dylan público, al menos). Y quizás, también, el más pobre. El constreñido en un solo lugar: la advertencia. Y, ya se veía, Dylan no sólo quería advertir (o advertir a los que advertían) sino patear la mesa.
“¡Judas!”, le gritaron cuando en el ’65 estrenó, primero, la eléctrica “Like a Rolling Stone”, y después la tocó en vivo en un festival folk. Parte de su público no podía entender (ni aceptar) que abandonara no sólo el sonido acústico sino también su predicamento político. “¿Qué pasa con el profeta que ya no profetiza?”, se encandalizaron. Y era verdad: el Dylan diáfano, serio y profundo que mostraban las portadas de sus primeros álbumes rápidamente había dado lugar a otro bastante más flaco y cáustico, ya con sus rulos a cuestas y sus infaltables lentes negros. Un Dylan que parecía estar cagándose en todos. Y, antes que todos, en sí mismo.
Es la época en que introdujo a los Beatles en la marihuana y le enseñó a Lennon las bondades de una letra que fuera más allá de “Yeah Yeah Yeah” (Los Fab Four luego lo retribuyeron con “You’ve Got To Hide Your Love Away” y “Norwegian Wood”). También es la época de discos como Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966) con temas como “Just Like a Woman” y la citada “Like a Rolling Stone”, considerada “el mejor tema de la historia del rock” en una histórica encuesta entre músicos, autores, críticos y representantes de la industria, y que hoy es utilizada para ejemplificar al Dylan canónico que influenció al “rock” en general (ya no sólo “folk”), desde los mismísimos Lennon y McCartney hasta Neil Young, Bruce Springsteen, Patti Smith e incluso David Bowie, quien le dedicó “Song for Dylan” de su disco Hunky Dory (1971). El Dylan que, a su vez, tomó Andrés Calamaro para su brillante Honestidad Brutal (1999).
De ahí en más, para un artista que ya había mutado un par de veces sin perecer en el intento, cualquiera hubiera esperado sólo descenso o, a lo sumo, repetición. Pero Dylan tenía más ases escondidos bajo la manga. Y del nunca aclarecido accidente de moto (otro de los misterios de su biografía) que lo mantuvo alejado durante la temporada ’67-’68 (años clave para el surgimiento del rock como estamento contracultural), Dylan volvió a contramano de todo. Si los hippies y el flower pop proponían no combatir el sistema sino darle la espalda, y todos –desde los Beatles hasta los Rolling Stones– se enamoraban de la psicodelia, el autor de “Mr. Tambourine Man” se mudó a Nashville (la contracara de California) y reencarnó en un cowboy enamorado del country y fanático de Johnny Cash (por entonces, una figura desestimada por la cultura joven). Son los años de “Lay Lady Lay” y “Forever young”, del icónico acompañamiento de The Band, y tiempo después, de discos considerados pésimos por la crítica como Self portrait (1970), pero también de obras maestras como Blood on the tracks (1975), quizás el mejor álbum de divorcio alguna vez registrado.
Pero... ¿por qué Dylan es Dylan?, fue la pregunta que se hicieron durante muchos años no sólo quienes lo adoraban sin matices sino también aquellos que no podían entender cómo un compositor aparentemente rudimentario y claramente disonante pudiera llegar a acaparar tantos elogios y tanta pero tanta atención. Y actos como la conversión al cristianismo de fines de los ’70 o la gira interminable de principios de los ’90 lucían tan incomprensibles y geniales. “Yo acepto el caos –decía– de lo que no estoy seguro es que el caos me acepte a mí.”
A sus 70 años, entonces, corresponde preguntarse: ¿Es que nunca va a envejecer? ¿Nunca va a ponerse gagá? Lo primero ya ocurrió. Lo segundo, nos lo debe. Y probablemente nunca ocurra si tomamos en cuenta sus últimos discos que, no casualmente, se encuentran entre los más brillantes de toda su carrera: Time Out of Mind, Love And Theft y Modern Times. Una trilogía otoñal perfecta que trajo la novedad de una voz de crooner aguardentosa, pero la mirada insondable y mala onda de antes. Un nuevo Dylan, el Dylan de siempre.
Por Juan Manuel Strassburger para Tiempo Argentino
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