lunes, junio 13

El cubo de Palermo

Por Juan Sasturain
Aunque parezca el título de una novela de Umberto Eco, no lo es. El cubo de Palermo es apenas (o nada menos que) el intento de descripción de una forma euclidiana, un cuerpo geométrico ideal, un imaginario paralelepípedo regular (así se dice), un dado descomunal y transparente, un cubo hecho de aire y vértigo, espacio puro de tormenta (diría De Santis): el hábitat natural y de caza, el monoambiente móvil, el espacio vital y mortal, el microclima ominoso, the moveable jail dentro de la cual se movió siempre Martín Palermo –animal, fiera noble y persistente, depredador natural, genuino (de genes) nueve de área– durante todos los años de sus tantas campañas.

Lo de campañas suena bien –mucho mejor que carrera o trayectoria– para Martín, el Campeador. Porque hay todo tipo de goleadores: explosivos, aparatosos y calientes, fríos como cirujanos, ocasionales, solapados, incluso furtivos cazadores de sobras y rebotes, minimalistas... Martín es el goleador franco, alevoso, ostensible, frontal y de referencia, el goleador campante. En él, la vocación es (en términos lógicos) anterior al oficio, y lo sostiene, le da ese plus indefinible. Quiero decir: la disposición, la actitud sostenida precede al desarrollo de la aptitud creciente. Y pareciera que la vocación primera no es jugar al fútbol sino hacer goles. Contemporáneamente, y en otro registro de jugador, sólo en Batistuta se da una condición tan radical y definitiva.

Pero, volviendo al cubo, creo que uno de los secretos de la eficacia de Martín a lo largo de tantos años (con picos de excelencia lejanos en el tiempo, pero que no obstante le han permitido mantenerse vigente hasta ahora en este fútbol nuestro), uno de los secretos –digo, y no descubro nada nuevo– ha sido su capacidad (actitud + aptitud) para ofrecerse como potencial receptor, amplio y generoso, sobre todo para el envío aéreo, de sus ocasionales compañeros.

Quiero decir: cuando alguien apto para la habilitación –fuera el Mellizo, Román o Rodrigo en los últimos años– tenía como referencia a Martín en el área, más precisamente “en la Troya”, que le dicen; ya viniera por derecha o por izquierda para tirar centro atrás rasante o pasado a la carrera; ya lo buscase con tiro libre frontal o habilitación vertical en ataque o contragolpe; cualquiera de esos compañeros sabía, sentía, que el Titán no necesitaba la pelota milimétrica en la cabeza o en el pie zurdo. No: bastaba la mínima aproximación.

La experiencia indica que, en sus mejores momentos, el área de recepción útil de Palermo (el espacio en que cada pelota que le llegaba él podía convertir en aprovechable oportunidad de gol) era, aproximadamente, un cubo de algo más de tres metros de lado: entre 27 y 30 metros cúbicos de corazón de área, con él en el centro. Si la pelota enviada por el compañero caía en algún punto de ese cubo imaginario que solía coincidir con el punto del penal o sus inmediatos alrededores, Martín la alcanzaría, le daría, la desviaría hacia el arco y acaso a la red. De cualquier manera.

Por abajo, por arriba, de lleno o pifiado, con la frente, con el parietal derecho, con el izquierdo, con la coronilla, con la rodilla, estirando el pie, con el pecho o el hombro, zambulléndose con las muelas, de taco, con extraña chilena, con una tijera fuera de los libros, de volea de derecha, de izquierda, de puntazo y de puntín, con los dos pies a la vez, colgándose del travesaño, con el culo, con el tobillo, con la cara, con la oreja y el hombro... Y eso, solo o acompañado: no importó nunca si había otros habitantes ocasionales –marcadores, arquero, compañeros– dentro de su cubo de influencia. El iba. Y llegaba, solía llegar. Siempre.

En los últimos tiempos, la precisión y oportunidad de los proveedores de buenas pelotas aprovechables –incluso por él– escaseó a su alrededor y, en general, en su deslucido equipo. En el mismo sentido, es probable que con los años el cubo virtual haya ido disminuyendo en su tamaño. Es evidente que no llegaba tan lejos ni tantas veces a conectar lo que le tiraban. Sin embargo, Martín siempre fue. A eso se refería Bianchi al definirlo como un “optimista del gol”: nunca calculó el porcentaje de posibilidades que tenía de llegar antes de ir.

Eso lo ha hecho un jugador inclasificable (mucho más inteligente que hábil; más serio que loco) y un goleador único, sostenido por una fortaleza física y mental a toda prueba.

Grande, Martín.

Fuente, Página 12

Usos de la fotografía/ JOHN BERGER

“¿Qué hacía las veces de la fotografía antes de la invención de la cámara fotográfica? La respuesta que uno espera es: el grabado, el dibujo, la pintura. Pero la respuesta más reveladora sería: la memoria. Lo que hacen las fotografías allí fuera, en el espacio exterior a nosotros, se realizaba anteriormente en el marco del pensamiento.

La memoria entraña cierto acto de redención. Lo que se recuerda ha sido salvado de la nada. Lo que se olvida ha quedado abandonado. Si un ojo sobrenatural ve todos los acontecimientos de forma instantánea, fuera del tiempo, la distinción entre recordar y olvidar se transforma en un juicio, en una interpretación de la justicia, según la cual la aprobación se aproxima a ser recordado, y el castigo a ser olvidado.

Con la pérdida de la memoria perdemos asimismo las continuidades del significado y del juicio. La cámara nos libra del peso de la memoria. Nos vigila como lo hace Dios, y vigila por nosotros. Sin embargo, no ha habido dios más cínico, pues la cámara recoge los acontecimientos para olvidarlos.”

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miércoles, mayo 25

“Lo desnudo y extraño que un árbol puede parecerme”

Por Marilyn Monroe

Carta al Dr. Ralph Greenson (fragmento), 1° de marzo de 1961

“Justo ahora cuando miré por la ventana del hospital, donde la nieve ha cubierto todo de pronto, todo es una especie de verde apagado. La hierba, unos pobres arbustos de hoja perenne –aunque los árboles me dan un poco de esperanza– las desoladas ramas desnudas quizá prometen que habrá primavera y quizá prometen esperanza.
¿Ha visto usted ya Vidas rebeldes? En una de sus secuencias tal vez pueda ver usted lo desnudo y extraño que un árbol puede parecerme. No sé si queda del todo claro en la pantalla –no me gustan algunas de las tomas que eligieron. Cuando empezaba a escribir esta carta había derramado cuatro lágrimas en silencio. No sé bien por qué.
Anoche volví a pasar despierta toda la noche. A veces me pregunto para qué sirve el tiempo nocturno. Casi no existe para mí –todo me parece un largo y horrible día. Bueno, pero pensé que más me valía ser constructiva al respecto y me puse a leer las cartas de Sigmund Freud. Cuando abrí el libro la primera vez encontré la foto de Freud dentro, en frente del título, y me eché a llorar –parecía muy deprimido (la deben de haber tomado muy al final de su vida) murió decepcionado (…) El libro revela (aunque no sé si me parece muy bien que se publiquen las cartas de amor de nadie) que no era tan estricto: quiero decir que su humor triste y amable e incluso su espíritu combativo eran eternos en él.”

“Todo lo que puedo ser es yo mismo”

Nació el 24 de mayo de 1941, un día como hoy hace exactamente 70 años. La vigencia de un talento capaz de reinventarse y sorprender permanentemente.

Quién es Dylan, Bob Dylan? ¿El joven cantautor de protesta que enamoró a todos con himnos como “Blowin’ inThe Wind” o “The Times They Are A-changin’”, pero que causaba impresión y rechazo entre los más puristas por su voz nasal y armónicas disonantes? ¿El judas que electrificó el folk y dejaba a los periodistas pagando en las conferencias de prensa? ¿El místico que desapareció una temporada después de casi perder la vida en una accidente de moto y volvió más taciturno y vaquero que nunca? ¿El cristiano judío que cantó para el Papa y dictaminó: “Al Papa no se le puede decir que no”? ¿El blasfemo que se cagó en todas las convenciones religiosas, morales y políticas, incluso –o especialmente– las convenciones de izquierda? ¿El mujeriego que nunca hizo gala de sus conquistas y registró como nadie el dolor de sus divorcios? ¿El ícono pop? ¿El mesías? ¿El agreta? La lista podría seguir, y sin embargo ni aun así podríamos llegar a abarcar las infinitas aristas de una figura que marcó como pocos el siglo que pasó y que hoy, a sus 70 años recién cumplidos, sigue dando que hablar.
Las declaraciones de Dylan siempre fueron enigmáticas, pero también tuvieron su buena dosis de atractiva obviedad. Por ejemplo: “Detrás de toda cosa bella hay algún tipo de dolor”, “Todo lo que puedo ser es yo mismo, y quién sabe qué significa eso”, “A veces no alcanza con saber lo que significan las cosas: a veces necesitás saber lo que no significan”, “Un hombre es exitoso si logra levantarse a la mañana, acostarse a la noche y, en el medio, hacer lo que tiene ganas de hacer”. Como si Robert Allen Zimmerman, tal su verdadero nombre, nos estuviera diciendo, no sin cierta sorna: “No se trata de descubrir el misterio del mundo, sino de aceptarlo.”
Como sea, ya el primer Dylan, el de principios de los años sesenta, nació revolucionario. En un planeta que iba directo a la convulsión global, con los asesinatos de John F. Kennedy y Martin Luther King, más la aparición de los Beatles como nueva cultura joven con sus propios parámetros estéticos y morales, y la asunción de los hippies y el flower power como rechazo al sistema por vía del abandono, este muchacho criado en Minnesota pero formado artísticamente en el Greenwich Village de Nueva York (el hervidero bohemio de la época) pareció condensar críticamente las aristas dañinas de ese nuevo mundo. Su disco The Freewheelin’..., editado en 1962, rápidamente se convirtió en la nueva esperanza folk por su fuerza renovada, himnos de protesta y una sensación de que se estaba ante algo poderoso en su sencillez.
Y lo fue. Es el Dylan que, por ejemplo, marcó a Tanguito, Moris, Nebbia y la naciente juventud melenuda que naufragaba de La Cueva a La Perla del Once y tomó sus letras como fehaciente comprobación de que se podía ser veinteañero y desalineado, y a la vez cantar algo sabio y trascendente. O el que, algunos años después, hizo despertar la vocación juglar de León Gieco, que inmediatamente abandonó su Cañada Rosquín natal para radicarse en Buenos Aires y cantarle –con su propia acústica y armónica colgada al cuello– “a los hombres de hierro” de la dictadura de Lanusse. “Los grandes compositores del mundo son Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat y Bob Dylan”, suele decir el autor de “Sólo le pido a Dios”. Sin embargo, se trató apenas del primer Dylan (el primer Dylan público, al menos). Y quizás, también, el más pobre. El constreñido en un solo lugar: la advertencia. Y, ya se veía, Dylan no sólo quería advertir (o advertir a los que advertían) sino patear la mesa.
“¡Judas!”, le gritaron cuando en el ’65 estrenó, primero, la eléctrica “Like a Rolling Stone”, y después la tocó en vivo en un festival folk. Parte de su público no podía entender (ni aceptar) que abandonara no sólo el sonido acústico sino también su predicamento político. “¿Qué pasa con el profeta que ya no profetiza?”, se encandalizaron. Y era verdad: el Dylan diáfano, serio y profundo que mostraban las portadas de sus primeros álbumes rápidamente había dado lugar a otro bastante más flaco y cáustico, ya con sus rulos a cuestas y sus infaltables lentes negros. Un Dylan que parecía estar cagándose en todos. Y, antes que todos, en sí mismo.
Es la época en que introdujo a los Beatles en la marihuana y le enseñó a Lennon las bondades de una letra que fuera más allá de “Yeah Yeah Yeah” (Los Fab Four luego lo retribuyeron con “You’ve Got To Hide Your Love Away” y “Norwegian Wood”). También es la época de discos como Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966) con temas como “Just Like a Woman” y la citada “Like a Rolling Stone”, considerada “el mejor tema de la historia del rock” en una histórica encuesta entre músicos, autores, críticos y representantes de la industria, y que hoy es utilizada para ejemplificar al Dylan canónico que influenció al “rock” en general (ya no sólo “folk”), desde los mismísimos Lennon y McCartney hasta Neil Young, Bruce Springsteen, Patti Smith e incluso David Bowie, quien le dedicó “Song for Dylan” de su disco Hunky Dory (1971). El Dylan que, a su vez, tomó Andrés Calamaro para su brillante Honestidad Brutal (1999).
De ahí en más, para un artista que ya había mutado un par de veces sin perecer en el intento, cualquiera hubiera esperado sólo descenso o, a lo sumo, repetición. Pero Dylan tenía más ases escondidos bajo la manga. Y del nunca aclarecido accidente de moto (otro de los misterios de su biografía) que lo mantuvo alejado durante la temporada ’67-’68 (años clave para el surgimiento del rock como estamento contracultural), Dylan volvió a contramano de todo. Si los hippies y el flower pop proponían no combatir el sistema sino darle la espalda, y todos –desde los Beatles hasta los Rolling Stones– se enamoraban de la psicodelia, el autor de “Mr. Tambourine Man” se mudó a Nashville (la contracara de California) y reencarnó en un cowboy enamorado del country y fanático de Johnny Cash (por entonces, una figura desestimada por la cultura joven). Son los años de “Lay Lady Lay” y “Forever young”, del icónico acompañamiento de The Band, y tiempo después, de discos considerados pésimos por la crítica como Self portrait (1970), pero también de obras maestras como Blood on the tracks (1975), quizás el mejor álbum de divorcio alguna vez registrado.
Pero... ¿por qué Dylan es Dylan?, fue la pregunta que se hicieron durante muchos años no sólo quienes lo adoraban sin matices sino también aquellos que no podían entender cómo un compositor aparentemente rudimentario y claramente disonante pudiera llegar a acaparar tantos elogios y tanta pero tanta atención. Y actos como la conversión al cristianismo de fines de los ’70 o la gira interminable de principios de los ’90 lucían tan incomprensibles y geniales. “Yo acepto el caos –decía– de lo que no estoy seguro es que el caos me acepte a mí.”
A sus 70 años, entonces, corresponde preguntarse: ¿Es que nunca va a envejecer? ¿Nunca va a ponerse gagá? Lo primero ya ocurrió. Lo segundo, nos lo debe. Y probablemente nunca ocurra si tomamos en cuenta sus últimos discos que, no casualmente, se encuentran entre los más brillantes de toda su carrera: Time Out of Mind, Love And Theft y Modern Times. Una trilogía otoñal perfecta que trajo la novedad de una voz de crooner aguardentosa, pero la mirada insondable y mala onda de antes. Un nuevo Dylan, el Dylan de siempre.

Por Juan Manuel Strassburger para Tiempo Argentino

jueves, mayo 19

El canto del viento

Corre sobre las llanuras, selvas y montañas, un infinito viento generoso.
En una inmensa e invisible bolsa va reco-giendo todos los sonidos, palabras y rumores de la tierra nuestra. El grito, el canto, el silbo, el rezo, toda la verdad cantada o llorada por los hombres, los montes y los pájaros van a parar a la hechizada bolsa del Viento.
Pero a veces la carga es colosal, y termina por romper los costados de la alforja infinita.
Entonces, el Viento deja caer sobre la tierra, a través de la brecha abierta, la hilacha de una melodía, el ay de una copla, la breve gracia de un silbido, un refrán, un pedazo de corazón escondido en la curva de una vidalita, la punta de flecha de un adiós bagualero.
Y el viento pasa, y se va. Y quedan sobre los pastos las “yapitas” caídas en su viaje.
Esas “yapitas”, cuentas de un rosario lírico, soportan el tiempo, el olvido, las tempestades. Según su condición o calidad, se desmenuzan, se quiebran y se pierden. Otras, permanecen intactas. Otras, se enriquecen, como si el tiempo y el olvido -la alqui-mia cósmica- les hicieran alcanzar una condición de joya milagrosa.
Pero llega un momento en que son halladas estas “yapitas” del alma de los pueblos. Alguien las encuentra un día.
¿Quién las encuentra?
Pues los muchachos que andan por los campos por el valle soleado, por los senderos de la selva en la siesta, por los duros caminos de la sierra, o junto a los arroyos, a junto a los fogones. Las en-cuentran los hombres del oscuro destino, los brazos zafreros, los héroes del socavón, el arriero que des-pedaza su grito en los abismos, el juglar desvelado y sin sosiego.
Las encuentran las guitarras después de vencido el dolor, meditación y silencio trans-formados en dignidad sonora. Las encuentran las flautas indias, las que esparcieron por el Ande las cenizas de tantos yaravíes.
Y con el tiempo, changos, y hombres, y pájaros, y guitarras, elevan sus voces en la noche argentina, o en las claras mañanas, o en las tardes pensativas, devolviéndole al Viento las hilachitas del canto perdido.
Por eso hay que hacerse amigo, muy amigo del Viento. Hay que escucharlo. Hay que entenderlo. Hay que amarlo. Y seguirlo. Y soñarlo. Aquel que sea capaz de entender el lenguaje y el rumbo del Viento, de comprender su voz y su destino, hallará siempre el rumbo, alcanzará la copla, penetrará en el Canto.

ATAHUALPA YUPANQUI

miércoles, mayo 11

Bin Laden y los chicos malos

Así que el chico malo está muerto. Y para mostrar cuán nobles son aquellos que lo mataron dijeron que lo arrojaron al mar respetando el rito musulmán para que nadie diga que son unos salvajes. Nosotros –el bien- nos comportamos muy diferente a ellos, que son el mal. Así de sencillo. Desde el prestigioso columnista del New York Times Thomas Friedman hasta Barack Obama usan y abusan del término “the bad guys” (los chicos malos) para dividir al mundo con categoría simplistas e inmutables. Esto no es nuevo, ya hace cuarenta años Ariel Dorfman y Armand Mattelart lo explicaron de manera brillante en su famoso libro “Para leer al Pato Donald”. Esta visión absurda de la realidad puede convencer a gran parte de los estadounidenses, tan afectos a pensar en términos de buenos y malos. Difícilmente se detengan a pensar porqué muchos “chicos malos” fueron “buenos” mientras eran funcionales o aliados; desde Saddam Hussein hasta Bin Laden, antes de que éste se convirtiera en el enemigo público número uno.
Seguramente, cuando pase la euforia y el show mediático algún funcionario del Departamento de Estado revisará sus papeles y encontrará los motivos por los cuales el ignoto Bin Laden se convirtió en el terrorista más buscado sobre la tierra. Si lo hace, se dará cuenta que después de combatir a los soviéticos se sublevó contra la presencia de tropas norteamericanas en Arabia Saudita que llegaron con la excusa de que Saddam Hussein se había apoderado de Kuwait en agosto de 1990 y planeaba invadir también el reino de la dinastía Al Saud, algo que nunca sucedió. Si es astuto, se preguntará si tendrá algún efecto negativo que hoy haya más tropas que antes en el Golfo, ya que muchos de sus “buenos muchachos” están en Kuwait, Bahrein, Emiratos Arabes Unidos, Catar y Yemen. Recordará que una de las banderas de Bin Laden era la masacre de los musulmanes en Bosnia, pero rápidamente se dirá que allí la guerra ya ha finalizado. También se percatará de que los chechenos continúan en guerra, pero se dirá que es un problema ruso. Pensará que hay que resolver el conflicto palestino-israelí, pero como muy pocos palestinos recurren ahora a la violencia se tranquilizará porque el sentir de los árabes importa poco o nada en el Departamento de Estado, y sus jefes creerán que pueden seguir con su apoyo incondicional al Estado de Israel.
El problema surgirá cuando despliegue un mapa del mundo árabe y no sepa distinguir si los “buenos muchachos” son los gobernantes que se aferran al poder y reprimen a sus pueblos, o aquellos que los combaten. Y allí, tal vez tome conciencia de que matando a Bin Laden no han resuelto absolutamente nada.

fuente, www.http://www.pedrobrieger.blogspot.com/

martes, mayo 3

Antes del fin

Por Ernesto Sábato, 1911-2011

Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. "Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.

Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.

La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.

De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".

Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.