Por Sandra Petrignani
Bicicleta
Primero viene el triciclo, rojo, cómodo, seguro. La sensación de crecer sobre él, la satisfacción de volverse grande, mientras el juguete se vuelve pequeño y las rodillas sobresalen a los costados para no golpear contra el manubrio. Se empujan los pedales con alegría loca. El paso siguiente es la bicicleta con las rueditas a los costados. Una prueba de inestabilidad, que se agrava cuando una de las rueditas es quitada. Entonces pedalear es temblar. El esfuerzo de las primeras tentativas de mover la bicicleta de tres ruedas. Con ese vehículo inicial de grandes, un niño siente toda la responsabilidad de ser una criatura, un habitante del mundo.
Hay un pasaje de la infancia a la adolescencia, un paso peligroso, una prueba que debe ser superada para merecer el reino. Este punto es el día en que se consigue no caer del asiento cuando la segunda ruedita también es quitada. Un joven padre tiene la mano sobre el asiento mientras sigue a pie la bicicleta. Dice palabras de aliento a su hija que, cauta, pedalea. Ella no lo advierte, pero de tanto en tanto él verifica el equilibrio de la niña soltando por unos instantes la presa. Cuando está seguro de que podrá, advierte: "Ahora te suelto...sigue sola". Ella grita de excitación: "¡No, todavía no!", como cuando quiere retrasar el pinchazo de una inyección. Pero ya pasó, corre, vuela sin ayuda, libre, sobre dos ruedas. Papá se queda quieto mirándola, y no sabe si alegrarse o sufrir.
La niña no recuerda cuándo aprendió a caminar, pero sabe que debe de haber experimentado una satisfacción análoga, un sentimiento de dignidad, de juicioso orgullo. La bicicleta es uno de los poquísimos objetos que atraviesan la existencia de las personas desde la infancia hasta la madurez sin distinciones mortificadoras ligadas a la edad. Pueden ir todos juntos en bicicleta y puede suceder que justamente el más pequeño sea el mejor y el más temerario. Con la práctica aumenta la pericia y las acrobacias se multiplican. La primera consiste en soltar una mano del manubrio para hacer sonar el timbre. Después es lanzarse en bajada sin tocar los frenos, después pedalear de pie, después sin manos, después sobre un solo pedal, después desmontar con la bicicleta todavía a la carrera, volviendo de la escuela, hambrienta, empujando la bici dentro del garaje y tirando con prisa los libros sobre el estante que está al lado de la puerta de entrada para llegar puntual a la mesa. Llegado a este punto, la bicicleta se ha vuelto una prolongación del cuerpo, de las piernas, de las manos. Le da a la fatigosa verticalidad humana la estabilidad del cuadrúpedo.
Nota al margen. La bicicleta tiene sexo, existe una versión femenina y una masculina. La fabricada para los varones, con el "caño" que va del asiento al manubrio, es más incómoda que aquella otra, para las chicas, y si se tuviese que imponer un solo tipo, sería sin duda más racional elegir aquella sin el caño horizontal. Pero el caño tiene su atractivo. En una época allí se llevaba a la novia. O bien eran los hermanos mayores los que llevaban allí a sus hermanitas.
Los obreros de Piacenza pedaleaban en la niebla hacia el astillero y llevaban colgando del caño viejos bolsos deformados de cuero negro o marrón, de empleado. Pasaban el borde alrededor del tubo de metal, que permanecía aprisionado dentro del bolso, haciéndolo pendular levemente. Dentro de ellos no había papeles, sino el almuerzo: pan y tortilla, pan y carne, y una botella de vino.
Caballo mecedor
¡Era de Herman´s, en la 42, o de Lord & Taylor, en la Quinta Avenida? ¿O era de Sacks? En el zaguán un caballo mecedor de tamaño natural, con montura y riendas de cuero, listo para ser cabalgado. Repetía perfectamente en madera la forma y los colores de un alazán común, lanzado al galope sobre un tubo de metal curvado. Los niños lo miraban con admiración; los adultos, con desconfianza. ¿Cómo resistirse a montarlo? Una provocación sádica. ¿Cuándo se le ofrece a un adulto la ocasión de revivir las experiencias infantiles con juguetes adaptados a sus actuales medidas, un parque de diversiones de los recuerdos?
En la calesita, los caballos eran los preferidos. Alineados de dos en dos corrían en círculos, subiendo y bajando. La lisa cavidad de la montura acogía afectuosamente a las nalgas; la maternal hinchazón del vientre obligaba a abrir las piernas en una posición excitante. Contra la piel al descubierto el frío de la cartapesta. A lo mejor tenían razón cuando creían que no era conveniente que una mujer cabalgase con las piernas separadas: adivinaban que en eso había una satisfacción secreta, el inevitable delicioso frotamiento. Una niña cabalgará su caballo mecedor únicamente por el movimiento, el impulso. Para divertirse no le hace falta -como sí a los varones- blandir la espada, incitar a imaginarios compañeros para que combatan. Ella cabalga abandonándose a un erotismo inconsciente. Cierra los ojos, concediéndose al viento que mueve sus cabellos, aprieta las rodillas y endurece los músculos provocando dentro de sí una corriente de escalofríos in crescendo .
Aquel caballo de Nueva York era, agigantado, el modesto caballo mecedor encontrado una Navidad bajo el árbol. Regalo frustrante para niños habituados a montar los mansos caballos de la calesita. Había que espolearlo fuerte para divertirse, en la ficción de un galope desenfrenado, y aprender entretanto el rico vocabulario de la anatomía equina: cruz y corvejón, grupa y espolones, crines, ollares, belfo, testuz, cascos, coronas. Debe de haber sido la desproporción respecto del original y su mito la causa de tantas variantes que signan el destino del caballo mecedor. Si por ejemplo la muñeca se transformó en armonía con los cambios sociales y tecnológicos, en las mutaciones del caballito se percibe la volubilidad de una búsqueda siempre insatisfecha. Probaron a cubrirlo de pieles, e incluso a sustituirlo por otro animal, un elefante o un oso. Individualizando únicamente en el vaivén el atractivo de este juego, se pensó en sacrificar la semejanza estilizando la forma. Y en ciertos ejemplares, el belfo es sugerido por una burda tablilla plana. Hay un tipo hecho de madera clara, de fabricación alemana, que en lugar de ojos tiene un agujero que atraviesa la madera de lado a lado. Otra tabla, horizontal, de bordes redondeados, constituye la grupa. Largas cerdas claras hacen de crines y de cola; un simple cordel es la rienda. Un objeto decorativo más que un juguete, un rocín más que un corcel. Pero no importa, estamos a un paso del mango de la escoba. A menudo, en el mundo de los juguetes, se retrocede.
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