jueves, marzo 18

Mundo-consumo

Por Zygmunt Bauman

Con independencia de cualquier otro significado que pueda tener el término, "globalización" significa aquí que todos somos mutuamente dependientes. [...].
Ésta es la situación en la que, lo sepamos o no, construimos nuestra historia compartida en la actualidad. Aunque gran parte de ese hilo histórico que vamos desenmarañando [...] depende de las elecciones humanas, las que no están sujetas a elección son las condiciones en las que se efectúan tales elecciones. Tras haber desmantelado la mayoría de los límites espacio-temporales que confinaban el potencial de nuestras acciones al territorio que podíamos inspeccionar, vigilar y controlar, ni nosotros ni quienes sufren las consecuencias de nuestras acciones podemos ya resguardarnos de la red global de dependencia mutua actualmente existente. No se puede hacer nada para detener la globalización (y menos aún para invertir su sentido). Se puede estar "a favor" o "en contra" de la nueva interdependencia a escala planetaria, pero el efecto de ese posicionamiento será parecido al de apoyar o deplorar el próximo eclipse de sol o de luna previsto. Sin embargo, es mucho lo que depende de que consintamos o nos resistamos frente a la desigual forma que ha adoptado hasta el momento la globalización del sufrimiento humano.
Hace medio siglo, Karl Jaspers podía aún separar nítidamente la "culpa moral" (el remordimiento que sentimos cuando ocasionamos un daño a otros seres humanos, ya sea por algo que hemos hecho o por algo que hemos dejado de hacer) de la "culpa metafísica" (la culpabilidad que sentimos cuando un ser humano sufre un daño, aunque no haya sido debido en absoluto a una acción nuestra). Con el avance de la globalización, esta distinción ha sido despojada de su anterior sentido. Las palabras de John Donne ("Nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti") representan la auténtica solidaridad de nuestro destino ; lo que sucede, sin embargo, es que la solidaridad de nuestros sentimientos (por no hablar de nuestras acciones) dista aún mucho de estar a la altura de esa nueva solidaridad de nuestro destino.
Dentro de la densa red mundial de interdependencia global, no podemos estar seguros de nuestra inocencia moral cuando otros seres humanos sufren humillación, sufrimiento o dolor. No podemos afirmar, sin más, que no lo sabemos, ni podemos estar convencidos de que cambiando algo en nuestra conducta no pudiéramos evitar o, cuando menos, aliviar la suerte de quienes sufren. Tal vez seamos impotentes a nivel individual, pero capaces de hacer algo si actuamos juntos: a fin de cuentas, la "unión" la hacen (y está hecha de) los propios individuos. El problema estriba en que -como bien se quejaba otro gran filósofo del siglo XX, Hans Jonas-, aunque el espacio y el tiempo ya no limitan los efectos de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha progresado mucho más allá del nivel que alcanzara en tiempos de Adán y Eva. Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no van tan lejos como la influencia que nuestro comportamiento cotidiano ejerce sobre las vidas de personas cada vez más distantes de nosotros.

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