Por Daniel Flichtentrei
Soy médico y me ha ocurrido —cientos de veces— que mientras asisto a una persona internada sus familiares y amigos atan cintas rojas a las patas de la cama, pegan estampitas de santos en la cabecera, arman altares en la mesita de luz, dejan botellas con líquidos bendecidos, ramitas de rudamacho debajo de la almohada, rezan, cantan, oran, bailan. He atendido a gitanos mientras su comunidad entera acampaba en las puertas del hospital en una vigilia de multitudes y hasta que el paciente no era dado de alta no se movían de allí. Aprendido el lenguaje de los presos y la jerga de las prostitutas. Vi a un detenido sobornar a un policía para que le trajera una foto autografiada de “Gilda” y al miserable aceptar el arrugado billete de diez pesos que escondía dentro de la media para hacerlo. Me hice el distraído mientras una madre le “tiraba el cuerito” y rodeaba con una cinta el abdomen de su hijo minutos antes de entrar al quirófano con los intestinos perforados. Ingresé a la habitación de un paciente con la lentitud suficiente como para que su esposa ocultara una caja con gorgojos que colocaba sobre su espalda cuando yo no la veía. Permití el ingreso a la sala de internados de sacerdotes, curanderos, chamanes, un “pai” umbanda que danzó alrededor del moribundo durante toda la noche, y no sé cuántas cosas más. Compartí pacientes con el “Gauchito” Gil, con la Virgen Desatanudos, San La Muerte, Pancho Sierra, el padre Mario, la Madre María, y otros tantos colegas. Formamos un buen equipo y, entre todos, hacemos lo que podemos.
Me resultaba incomprensible que las personas vinieran al hospital al sentirse enfermas pero al mismo tiempo confiaran en que otras estrategias podían sanarlas. Si era así, ¿por qué no se internaban en sus templos?
Hace algunos años una señora correntina a quien le pregunté esto me dijo: “No se enoje, pero lo que pasa, doctorcito, es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curarnos, y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar”. Se llamaba Herminia y murió a los pocos días. Aún hoy pienso en ella a menudo, pero ya no me hago más esa estúpida pregunta.
El acto médico emplea una enorme diversidad de recursos, entre ellos, la propia figura de quien lo ejerce. La presencia, la palabra, la actitud y una cantidad de cuestiones misteriosas que operan en el encuentro entre médico y paciente ejercen su efecto terapéutico sobre la persona que padece.
Desde el momento en que cualquier enfermedad implica un padecimiento subjetivo y una repercusión social, y no sólo una alteración de la homeostasis, influir sobre aquellas dimensiones forma parte de la cura o el alivio. Una mano que se estrecha con firmeza y que transmite decisión y afecto, una mirada que se dirige a los ojos y no a los papeles o a las pantallas, el silencio respetuoso e interesado de la escucha atenta; en fin, una persona que hace saber al otro que lo que a él le ocurre es importante y despierta su interés: eso también es un remedio, ¡un extraordinario remedio!
Algunas disciplinas tomaron la decisión de someterse a la prueba de los investigadores. Ellos determinan sus efectos, los mecanismos mediante los cuales se producen y su eficacia. Sólo entonces se dispone de ellas como recursos de tratamiento. La mayor experiencia se realiza con actividades como la meditación y otras prácticas de origen budista. El Dalai Lama fue un pionero en este diálogo fecundo entre científicos y disciplinas espirituales. Los estudios realizados muestran algunos resultados sorprendentes y permitieron esclarecer la naturaleza biológica de muchas de las experiencias que viven quienes practican estas técnicas. En muchos lugares del mundo ya se incorporaron de manera regular como recomendaciones médicas para enfermedades muy diferentes. Famosos investigadores como Daniel Goleman, Richard Davidson y Marco Iacoboni publicaron trabajos sobre el tema.
No es verdad que la ciencia sea un reducto encerrado en sus pruebas de laboratorio. La vida entera es su objeto de estudio. El cuerpo humano es un organismo social y en permanente interacción con el medio. La ventaja de la ciencia es que tiene un procedimiento para hacerlo, que sabe lo que ignora, que tiene conciencia de que sus conocimientos son provisorios y los somete a prueba. Todo lo que demuestre beneficios para las personas se convertirá en una herramienta legítima a utilizar. La ciencia interviene en casi todo lo que conocemos pero también tiene plena conciencia de lo poco que eso significa ante la inconmensurable experiencia de vivir. Nadie debería permitir que se lo asista si aquello con lo que se pretende tratar su padecimiento no puede exhibir las evidencias que lo justifican. Quienes se resisten a la evaluación rigurosa u ocultan las pruebas de su ineficacia son imprudentes o falsificadores. No sería tan grave si todos estuviésemos alertados de ello, si sus prácticas se mantuviesen por fuera de las instituciones de salud. Pero no es así. La impostura, las creencias sin demostraciones, las prácticas improvisadas e ignorantes también habitan en algunos consultorios. La salud y la enfermedad reclaman más de lo que la medicina puede aportar. Hay criterios y reglas básicas que se deben cumplir antes de llegar a los que sufren. Sin prejuicios, sin hegemonías. Los necesitamos, los esperamos, ¡bienvenidos al tren!
Flichtentrei es cardiólogo y jefe de contenidos médicos de Intramed.
Revista Newsweek
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