lunes, julio 5

Una paliza conceptual mayor que el resultado

No es poca cosa para un argentino quedarse fuera de la fiesta mayor del fútbol, pero hay que rendirse a las evidencias. Más allá de los números que arrojaron las cifras finales, la principal causa de la eliminación de la Argentina del Mundial fue la diferente lectura que hicieron los alemanes del trámite, manifestadas en lo individual y en lo colectivo.

No estoy seguro de que haya muchas crónicas más tristes para escribir que la de una eliminación en un Mundial de fútbol.

Las imágenes que, hasta ayer, habían sido las de ingleses, franceses, italianos o mexicanos llorando por la derrota de su seleccionado, hoy son las nuestras. Debe haber decenas de argumentos para justificar por qué cala tan hondo en nuestro corazón de hinchas una eliminación mundial. Yo no encuentro ninguna que me convenza más que la de la fiesta que, a partir de hoy, no sólo deja de ser propia sino que, durante una semana, seguirá siendo de otros. Porque un Mundial, para quienes venimos de la tierra del fútbol/barra brava, es la paradoja de la celebración posible, la reencarnación del fútbol que algunos llegamos a vivir; ese en el que dos camisetas pueden convivir en la misma tribuna, en la que el hincha neutral tiene derecho a festejar los goles del rival sin que por semejante afrenta se tire rodando por las escaleras. Una ceremonia en la que aquellos mismos mercenarios de la pelota que mandamos desde casa no sólo terminaron pasando casi inadvertidos y estuvieron lejos de simbolizar el auténtico aguante celeste y blanco, que realmente representaron decenas de miles de compatriotas hinchas de ley, sino que hasta los escuálidos bombos de los que sobrevivieron a las deportaciones fueron una mueca absurda de su propia presunción tribunera.

Llegamos hasta Ciudad del Cabo con una ilusión enorme. Porque lo que no habían generado Messi y Di María lo harían, como contra México, Tevez e Higuaín. Porque a falta de un auténtico lateral por la derecha empezábamos a descubrir la versatilidad y la personalidad de Otamendi. Porque Romero tenía semiclausurado el arco. Y porque, al fin y al cabo, lo que no solucionáramos con talento, convicción o contundencia, lo resolveríamos con esa relación sobrenatural que Maradona tiene con el fútbol. Y, de última, apelaríamos a San Palermo.

Por mucho respeto que se pudiera tener por los alemanes, no había motivo para sospechar semejante desenlace. Y ese desenlace fue lo suficientemente duro y elocuente como para dejarnos tristes y, lo que es peor, sin siquiera ganas de enojarnos.

Sospecho que muchos de ustedes esperarán ver reflejados sus reclamos en estas líneas. Algunos recordarán asuntos prehistóricos como las no convocatorias de Zanetti y de Cambiasso. Otros hablaran de un final de Mundial con Verón y Samuel en el banco. Muchos dirán que, ante Alemania, fue imprudente sostener el esquema ofensivo y que, si bien estaba bien mantener a los tres de punta, un Jonás por Di María hubiese aportado más “equilibrio”. Y entrecomillo la palabra equilibrio porque considero un engaño consumado que, detrás del concepto de equilibrio, nos escondan la intención de desequilibrar hacia atrás.

No esperen sangre escrita desde esta columna. Podría escudarme diciendo que estoy triste para ello. Mentira. Hace un tiempo descubrí uno más de mis matices esquizofrénicos y les confieso que me pongo rápidamente en zona crítica después de vivir un partido como hincha. No esperen sangre, simplemente porque no puedo considerar un pecado capital aquello que hasta diez horas antes de escribir estas líneas me parecían decisiones acertadas de un Maradona que había decidido mutar hacia un esquema que no sólo me gusta, sino que considero acorde con el potencial actual de nuestro fútbol. Un fútbol que tiene hoy los más goles metidos en las principales ligas europeas. Es decir, hay muchos mejores delanteros que defensores.

Por otro lado, los cuestionamientos a las decisiones de Diego –y a ciertas actitudes y a sus insultos– son parte de crónicas que cualquiera puede encontrar en el archivo reciente. Supongo que serán días de pases de factura, de declaraciones extemporáneas, de historias secretas de concentración que algunos tratarán de hacernos creer, de sacarse las ganas con ese Dios de las antinomias llamado Diego Maradona. No cuenten conmigo para esto. Todavía tengo mucho Schweinsteiger que digerir como para intentarlo.

Existe en muchos países de pasión futbolera el preconcepto de que los alemanes son, ante todo, rápidos, fuertes y disciplinados. Como contrapartida, que son esquemáticos, poco imaginativos y que se desacomodan fácil ante un caño, un taco o una gambeta. Más allá de que son todas verdades relativas, un detalle rara vez destacado como corresponde del fútbol alemán es que maneja muy, pero muy bien, el abc de las destrezas básicas de este juego. Es muy raro ver a un jugador de este seleccionado con limitaciones que sí podemos advertir en algunos de los nuestros. Desde el geniecillo de Özil hasta la jirafa de Mertesacker, todos manejan una técnica impecable. Patean con derecha y con izquierda, saltan y corren, cabecean y hacen relevos. Y, para condena de nuestro seleccionado, hacen la mejor transición defensa/ataque de este Mundial.

Este seleccionado alemán es un gran beneficiario del prejuicio y de la subestimación que buena parte del mundo de este deporte hace de sus jugadores. Es probable que haya pesado como pocas veces un gol tan pronto. Por la confianza que dio a los de Löw y porque la Argentina no había estado en esa situación en ningún momento del torneo. Sin embargo, en los 20 minutos posteriores, Alemania pudo ampliar la ventaja un par de veces. Y, de no haber mediado un comprensible respeto hacia el talento y la inspiración de nuestros atacantes, el partido pudo haberse liquidado mucho antes de los 20 de la segunda etapa.

Repasando, Alemania estuvo más cerca de solucionar sus problemas temprano que la Argentina de empatar. Fue el espejismo de ese rato del segundo período en el que los alemanes, seguros de demostrar lo bien que podían atacar, dejaron en claro que también eran mejores defendiendo.

El partido terminó siendo una paliza estadística mucho más tarde de haber sido ya una paliza conceptual. Y cuando la paliza es conceptual, detenerse en altos y bajos individuales es improcedente.

A partir de ahora será un tiempo raro para nuestro corazón de hincha. Porque habrá que esperar qué decide Maradona y qué resuelve Grondona. Porque aparecerán voces con asuntos que hasta aquí venían retenidos por los triunfos. Y porque, que embromar, el Mundial sigue adelante.

Me resisto a esa tendencia entrañable de nuestro medio pelo de viajar del “somos los mejores” de la victoria, al “somos los peores” de la derrota.


Por Gonzalo Bonadeo para Perfil

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