Por Felipe Pigna
Son los mismos que se alegraron con cada caída de Diego Maradona y que no tuvieron el coraje de oponérsele cuando la racha ganadora inicial entusiasmó a los más escépticos. No son sólo los conocidos caranchos locales, también los carroñeros internacionales dispuestos a corregir la incorrección incurable de los argentinos. Hay una correspondencia entre unos y otros y a todos ellos les produce un placer especial ver fracasar ese estilo “maradoniano” que va contra las convenciones, que se pelea con la Fifa y los acusa no sólo de haber manchado la pelota sino de haber oficializado una que no sirve. Ellos suponen que Maradona termina por demostrarles tranquilizadoramente que tenían razón, que contra ellos no se puede y que el Primer Mundo, la seriedad, la “racionalidad” volvió a ganar y los sudacas insolentes recibimos nuestro merecido. A nivel local conocemos a los que se alegran. Algunos son periodistas deportivos, otros no se sabe qué son, pero allí están refregándonos sus advertencias, sus predicciones tempranas en épocas de eliminatorias, los que siempre supieron que esto no iba a funcionar, lo que pusieron por delante de la emoción la “profesionalidad” y la “seriedad”. Porque a Maradona no le van a perdonar nunca ser Maradona y lo quieren fuera de circulación, no quieren a alguien que inculcó a sus jugadores que lo más importante era darle una alegría a la gente, por eso había que ganar, porque sabe en carne propia lo que cuesta arrancar una sonrisa en los territorios del dolor. Hay que erradicar el mal ejemplo del Diego, que siempre dijo que no quería ser ejemplo.
El Diego es el autor de algunas de las pocas alegrías que vivimos los argentinos en los últimos años. El de la mano de Dios metida en el honor de los ingleses, el del gol más lindo de la historia, el de los cientos de goles y pases mágicos inolvidables.
Es el Diego de Fiorito, el de la Tota y don Diego, aquel que horrorizaba con sus modos y sus ropas a los estúpidos de turno, aquellos que nunca lo quisieron porque tenía demasiado olor a pueblo. Siempre estuvieron deseando que le fuera mal, que se cayera, que le cortaran las piernas, que quedara demostrado para siempre que no era Dios sino un simple cabecita negra. Allí estaba Neustadt festejando su caída en el Mundial 94, porque Diego había osado definir al periodista del poder como a un “sanguchito de miga, porque siempre está al lado de la torta”.
Pero el resto de la gente, que se alegró y sufrió con él, lo banca, lo acompaña como a los amigos en las buenas y en las malas, porque es agradecida, porque tiene una deuda con el Diego que siempre está dispuesta a honrar.
El Diego es otra cosa, con sus enormes defectos, sus flagrantes contradicciones, el Diego es parte de nosotros, nunca fue de ellos, y esto es lo que asombra a periodistas extranjeros de ricos pero fríos países europeos, que no entienden, que se olvidaron de los valores que no cotizan en Bolsa, valores de un pueblo acosado por los “correctos” y “previsibles” y “muy serios” y sinvergüenzas, sin comillas, acreedores y sus socios internos, pero rico y generoso con sus sentimientos para con quienes se lo merecen.
Caras y Caretas
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