martes, marzo 9

Elogio del hombre que desea

Por Hugo Asch

Los héroes argentinos son así, medio raros, inverosímiles, exótica mezcla de novela negra y teleteatro de la tarde. No son perfectos ni están llenos de virtudes improductivas; salvo su buen corazón, uno de los rasgos que mejor nos representan ante el mundo. Como el tener las mujeres más lindas, el dulce de leche, los cuatro climas, el río más ancho, la humildad de los grandes y a Dios, un compatriota más.
Repasemos. Cabral, sargento de solemnidad extrema a la hora de morir por el jefe; Falucho, el simpático negro oficial de Mitre; French y Beruti, dos pesados que la historia reconvirtió en delicados promotores de mercería; Bonavena y Gatica, célebres perdedores con altísima moral; el tamborcito de Tacuarí, niño batero malogrado por la vil metralla realista; Gardel, voz inmortal con amigotes conservadores y novias virtuales; Patoruzú, la versión digna de Ricardo Fort, y su padrino Isidoro, elegante, seductor, falluto, cobarde, simpático, vividor: el porteño perfecto.
Martín Palermo es más un héroe argentino que un mito posible. Maradona sí es un mito, más allá de cómo le vaya en Sudáfrica, por su increíble estatura de deidad pagana, la distancia ontológica que genera la genialidad, y su máscara trágica, más griega que de Villa Fiorito. Palermo no. Palermo es el muchachito de la película. El que pasa las de Caín, con suspenso y drama, pero al final salva a todos y se queda con la más linda. Es fácil identificarse con alguien así. Terráqueo, generoso, cumplidor, a veces un poco loco, un soñador. Es, quién podría dudarlo, el yerno que todas las madres argentinas querrían sentado a su mesa.
Como Maxwell Smart, provoca hasta piedad por su insólita torpeza y al rato, vaya a saber cómo, asombra con el lujo más impensado. Falla e insiste, sin falsos pudores ni detenerse en la duda, aquello que el pensador de San Miguel, Aldo Rico, llamó “la jactancia de los intelectuales”. Su amor propio es infinito. Siempre vuelve. Volvió de lesiones, tres penales errados en el mismo partido, del peor dolor de un padre, el ninguneo en los mundiales y las “sutiles” indirectas para que se retire de una vez y le deje paso a los más jóvenes. Martín Palermo, como el guerrero de Castaneda, nunca detiene su marcha. Primero fue Varallo, después Cherro, y que pase el que sigue. El hombre le hace honor a Baruch Spinoza, tan holandés como Van Gaal, que definía al deseo como “apetito con conciencia de él”. Tiene hambre y va por todo en la vida. Quiere dejar huella, un registro, una cifra. Lo bien que hace.
Lo de él es el aire. Tensar los músculos, estirar el cuerpo para elevarse, desacomodar al marcador y girar el cuello para impactar la pelota y darle dirección. Si todo va bien, pisará el césped cuando el grito estalle. Gol. La cabeza le funciona así; es un gatillo. Su arte tiene la fugacidad de lo letal. Será fiesta o lamento. Todo, o nada.
Cuando el equipo juega por abajo deambula ansioso, al acecho. Pivotea, calcula, amenaza. Pero lejos del gol queda expuesta su cintura de yeso, sus largas piernas tiesas como tablas. Su falta de plasticidad bien puede sacar de quicio al no iniciado. Jamás a los de Boca. Es que su lugar en el mundo es la Bombonera, ese corazón con tribunas, territorio hostil para rivales y pechos tibios de propia tropa.
Cuando empezó en Estudiantes, Russo, el técnico, prefería a Calderón. Desconfiaba de ese chico con tatuajes, aritos, tinturas exóticas y novia brasileña. Estuvo a punto de irse a Tucumán, pero enseguida empezó a hacer goles y así llegó a Boca. Fue amor a primera vista. En España nunca fue lo mismo. Villareal le trajo más malas que buenas y en Betis, pese a jugar con Joaquín y Denilson al lado, no tuvo suerte. Es en Boca, donde muchos tiemblan más que el cemento, donde es infalible.
¿Será que, como pasaba con Carlos Monzón, se lo ama por lo rotundo de sus números? ¿Cómo explicarlo sin ser obvio? Recurramos a los filósofos. ¿Por qué no? A ver, muchachos, olvídense por un rato de la cosa-en-sí, el sujeto y el cogito, dicho esto con todo respeto. ¿Qué onda Palermo?
Schopenhauer, con ese carácter podrido que tenía, lo habría insultado, furioso con esa estética vulgar, antes de rendirse ante su Voluntad infinita. Nietzsche aplaudiría su máscara dionisíaca y la aparente locura, pero lo indignaría su escasa poética. Hume, demostraría empíricamente que se trata de un tronco, pero de eficiencia extraordinaria en tanto la bola choque en alguna parte de su cuerpo para desviarse hacia la red. Husserl, entre paréntesis, diría que es un fenómeno. Heidegger celebraría su ser-para-el-gol. Sartre, le daría la libertad. Foucault primero lo aplaudiría; después, quizá ya no. Wittgenstein callaría. Derrida lo deconstruiría y Roland Barthes, después de leer su juego, decretaría “la muerte del goleador”.
Uf. Palermo los habría vuelto locos. También a ellos.

Para Diario Perfil

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